Se fue sin decir adiós. Se fue sin mirar atrás. ¿Por qué iba a hacerlo? Quizá tenía en mente comprar el periódico, saludar a un compañero, llevar un detalle a casa, un regalo o unas flores. Eso, que tanto le gustaba.
Se fue el sanador de los corazones. Se fue el hombre grande que escuchaba paciente. La voz en off. Se fue dejando huérfanos. Se fue con un pitillo en la mano, a tomar fuerza. Se fue sin saber que no iba a volver. Se fue sin saber lo que el destino le tenía preparado. Él, que era la familia. Él, que era un hombre serio y bueno. Él, que derrochaba vida y fuerza, él, tan querido. Se marchó y no volvió nunca más a casa.
El canalla que segó su vida, el mercenario que apagó la luz del padre, del hijo, del marido, del amigo, no sabrá nunca el dolor que causó. Aquel que por cambiar de rojos a negros sus números, aceptó el encargo, no era consciente del descalabro. No sabía la vida que cercenada. Como el soldado boliviano, que cumplía un encargo. Se llevó a un hombre de hondo calado, que caminaba con la elegancia del que desfila cómodo por las cavidades del mundo oculto de las emociones. En silencio. Él, que elegía de entre las palabras, las correctas, para guiar sentimientos heridos, él. Con pausa y poso enhebraba silencios y discursos. Pero sobre todo escuchaba tranquilo lo que el dolor del otro, sufriente, era capaz de elaborar. Con pudor y delicadeza iba ayudando a enfocar a esos espíritus atormentados.
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