El amor no es
obligatorio. Ni siquiera merecido. El amor es o no es. Tampoco sabe de justicia.
No tiene propiedades mixtas. Dispone de interruptor, como la luz de tu cuarto. Se
enciende o no. El término medio, como la casualidad, no existe. No hay grises.
El amor es un ser
vivo. Nace, crece y muere. Se reproduce o se multiplica. Distinto es el
asunto de la prole consecuencia del amor. Es cierto que, al amor con el tiempo,
le van saliendo hojas de colores, flores cada vez más bonitas. Los tallos se
hacen ramas, las ramas, troncos. Las raíces navegan y se reflejan en la copa. Sí
requiere como ser vivo, ser alimentado para vivir. A veces no se sabe cómo darle
de comer. Cómo atenderle. Entonces desfallecen algunos amores. Languidece el afecto sin solución. Unos necesitan
agua; otros, vitaminas. Hay amores a los que les basta la luz para seguir
latiendo. Pero hay amores que piden, que absorben, que demandan. La faena es
cuando no se sabe qué darle. Se marchitan. No se adivina qué quiere. Qué
necesita. Porqué se desmorona. Caen los naipes, blancos y negros, picas y
corazones. Si un plato de judías o una sopita lo que le haría revivir ya no se
adivina. Si un achuchón o un viaje al espacio. Supongo que es entonces cuando el
amor no es. Cuando no está. Tanta complicación es incompatible con el amor. Esa
atención nerviosa que requiere a veces el amor es incompatible con su propia
esencia. La tensión y la angustia por captar la mirada y descifrarla, es contraria a su
espíritu. La dificultad está ahí. En no saber cuándo ha muerto. Cuando no hay
aliento ni masaje cardiaco que le devuelva el aire. No hay amores que matan si no amores que mueren.
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