El viernes quedamos
unos amigos para ir a ver una peli. Hasta ahí, es un viernes cualquiera. Lo
diferente es que nos conocíamos entre nosotros, al que menos, desde hace casi
50 años, compañeros de pupitre de la infancia. Ahí es nada. Y la película
estaba dirigida por una niña de clase. Porque es aún ella, una niña de ojos
vivos y cabello liso, corto y oscuro. La siguiente en la lista, que pasaban a
diario, de una de nosotras. Presente.
La peli, fantástica,
terminó y nos fuimos a cenar. A la cantina del Matadero. Podríamos haber cenado
en el Palace o con una litrona en el Parque del Oeste, nos hubiéramos reído lo
mismo. Todo el rato.
Recordábamos anécdotas
de ese colegio donde entramos con chupete y salimos fumadores empedernidos. De
ese colegio que cambiaba de sitio según te ibas haciendo mayor. Curiosa
solución para los Peter Panes, ahora que lo pienso. Porque cada edificio estaba
diseñado a escala. Al dejar de verlo, no se hacía patente que los baños o las
sillas "te quedaban pequeñas ".
Las clases en Paseo de
la Habana, en un edificio que ya no existe, destinadas para párvulos y hasta
cuarto de E. G. B. No entiendo como podíamos caber allí. Vino Querejeta un día
y encontró los ojos de Ana mientras hablaba en el arenero con su amiga del
alma. Eligió Elías a dos niñas más, pero la mirada oscura y enorme de los
Torrent, resumidos en Ana, lo cautivaron. Estábamos en clase de Literatura con
Jesús. Nos dijeron que saliéramos al patio. De las barbas de Jesús salía el
flujo incomprensible de Rayuela. ¿O era La Hojarasca? No sé. Cualquiera de los
dos, me parecen indescifrables para un niño de ocho o nueve años. Pero el
colegio era así. Pegábamos garbanzos en un cartón y leíamos poemas de Alberti.
Sin solución de continuidad. Mientras Ana llevaba al padre de Gracia al fondo
de sus ojos, los demás, distraídos, jugábamos a las canicas, las chapas o a
balón prisionero.
Al hacernos mayores
fuimos a Fernán Núñez, que tenía patio cubierto y un árbol en el centro del
descubierto. Alrededor de él giraban algunos juegos. Una portería entre los
pilares del patio cubierto. La otra, de ancho variable, se hacía con montañas
de jerséis en la tapia de la esquina, semicircular. Los mellizos tan distintos,
el primero fino estilista de centro de campo, el segundo portero, un fenómeno,
menos cuando se lo pedía Sastre. Sastre no se quitaba la parca para jugar.
Valdés tronaba “partidoooo” en cuanto sonaba el timbre. Y salía corriendo de
clase con el balón debajo del brazo, jersey de rombos marrón, pantalón de pana,
suyo (el balón). El mismo jersey que los hermanos del Pozo. Sonrisa gigante en
su enrome boca. Tropezaba con todo, a trompicones. A su lado, más tranquilo,
Mario con sus rizos amarillos detrás del balón. Samba, que por lo visto tenía
un regate corto que no supimos las chicas apreciar. Luis con los mayores, de
Linos y Bustelos. Jugaba siempre Juanis, que no ha crecido. No se ha hecho
mayor, o no fue pequeño. Creo que ahora es quizá un poco más pequeño que cuando
era pequeño y apolítico. Más joven. Vicente Laso, que según Fernando Pardo, que
se lo sabía todo en cuanto a música, patines y los mods; marcaba el ritmo en el
juego. Fernando y Julio eran amigos de música. Julio más serio, médico con
Alex. Miguel y Santiago Alonso que no eran hermanos ni entre ellos ni de María,
neuróloga anticipada. Nuria escribiendo el futuro en papeles arrugados y
haciendo reír a las paredes. Jorge Herrero había sido boy scout. Anulfo y sus
ocurrencias tras sus ojos miopes: pasa la bola. Mariana y Mariangeles
dibujaban, la primera caballos de su lejana Argentina. Belén y Julio hablando
en el patio. Alejandro siempre corriendo. Francisquillo era mayor y dibujaba
coches que derrapaban en las carpetas. Los nuevos de la Moraleja. Juliana
sensata escuchadora, usaba camperas y era amiga de Teresa. Teresa, que enamoró
a todos. Hasta que Roberto la cautivó. Su primo Gregory. Juanjo y los comics,
¡qué bien dibujaba el tío!. Nacho pasándolas amargas, amigo. Mariajo que de
pronto se marchó. Mariajo estaba en otra frecuencia, sintonizada con la magia.
Álvaro, incomprendido hizo pergaminos y fue confundido con un pirómano. Angel,
sentimental. Jorge Torrens y Natalia debían ser de la clase de los mayores,
iban un paso por delante, cada uno en su estilo. Marta dibujaba lo que veía, el
alma.
Había niños que daban
la vuelta al cole sin tocar el suelo. Guerras de agua. Fernando Pardo llegaba el
patinete, resbalando por las aceras. Suerte de los "medios propios"
frente a las rutas que daban la vuelta al mundo antes de llegar al cole. En la
ruta oíamos radio intercontinental y aprendimos que Enrique Busián no tenía
puerta de calle. El reto de la ruta era recorrer los bajos de los asientos
desde el conductor a la ansiada última fila sin que te pillaran. Coe, con su
tilde. Hilario. Silvia, Alicia. May. Cristina.
Venía un churrero,
ahora me pregunto qué llevaría en la cesta además de kikos y pipas, palolú y
pastillas de leche de burra. Todo colocado en una superficie enorme que le
hacía perder el equilibrio. Apoyado en la valla. Corríamos a verle con el
hambre rugiendo después de los bocatas de Águeda. Tocaba Nocilla, formato
croqueta en medio de un trozo de pan sin abrir del todo para ir más deprisa.
Bocadillo horrible. Si salchichón o chorizo de Pamplona, volaban rodajas por el
recreo. Me recordaron la opción de “pan solo”. Es buenísimo. Después de la cola
que hacíamos para coger el bocata, pegados a las basuras, que olían que
apestaban, ahí estaba Águeda, contundente, vestida con uniforme de lo que hoy
se conoce como "cuidadora", la "chica", la
"muchacha". Vestido por la rodilla y delantal con pespuntes a juego
con los de las mangas. O Piedad, la india con su pelo negro en coleta brillante
ofreciéndonos el desayuno sacado de un cubo negro enorme cuyo uso posterior o
anterior siempre fue sospechoso.
Pero no se muere uno
de eso, ni de las comidas de colegio. Incluso Jorge recordaba con nostalgia,
como Juliana, ese puré de patata coronado con mayonesa de un dudoso amarillo
verdáceo y un huevo demasiado cocido en la cumbre. Yo solo me acuerdo de que
era una plasta imposible de tragar. Jorge incluso se lo ha reinventado con
Maggy para alimentar a sus retoños. Reconoce que nunca encontró la mayonesa
igual. Que cada uno colorea a su antojo, del verde al amarillo sólido pasando
por un blanquito líquido. Es lo que tiene la memoria, que es libre. Peor y
común eran los filetes de hígado con ensalada, lechuga nadando en un líquido
acuoso como guarnición. Casi todos los filetes acababan en las jarras. Menos
mal que eran opacas. Yo tuve la suerte en esa época oscura de ser amiga de
Nuria que tenía tantas energías como hambre. Y que era tan generosa como
alegre. Nunca me hizo bola la comida, como a la pobre Teresa, que empezaba a
comer con los pequeños y se perdía todo el recreo porque lo ocupaba intentado
tragar delante de la enorme Marinela, o José, o el temido Manuel. A Marinela la
recuerdo vestida como Demis Roussos, con chilabas enormes, y el pelo legro
larguísimo. La sonrisa ancha, como la chica de Víctor Jara.
La clase de 7º se
inundó un día de lluvia. Estaba en un garaje. Al subir las escaleras, a la
izquierda, estaba el despacho de Arsenio, que aguantó estoico una huelga única
en el mundo escolar. No entramos en clase ni a comer durante días en protesta
de la expulsión de un profesor. No me acuerdo si fue por el Molécula, o por
Juan Ramón o por Julio López, que hasta tenía canción.
Recuerdo cuando
vinieron los Tequila, ¿fue al morir Allende? con ese “más temprano que tarde,
se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir
una sociedad mejor” huyeron de la Argentina los liberales, y se refugiaron
aquí, con Franco vivito y coleando. Mayor, sí. Vino Ariel, con piernas de niña,
pantalones pitillo, flaco y melenudo, che. Y muchos más, otro Victoriano
Crémer, bufanda negra hasta las rodillas, del mayo francés. Su padre había
estado en la cárcel. Remolino en las escaleras antes de entrar a "comedor".
Cuenta, cuenta. Ojos redondos, orejas picudas en antena de serie del futuro.
En el patio jugábamos
a churro, media manga mangotera (manga entera), práctica prohibida en la
actualidad, con mucha sensatez. Porque no sé qué era más peligroso, eso o Chorizooo,
que era como un látigo, pero a lo bestia. Y luego, si no nos gustaba la
Nocilla, Piedad, digna portadora de su nombre, nos ofrecía un bocata de pan
solo. ¡Pan solo! ¿El tuyo de qué es? El mío de pan solo.
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