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23/10/2020

MADRID, LA CIUDAD DE LAS CAPAS

El clima de Madrid es bipolar. Se enciende o se apaga, es de interruptor, base dos. Hace frío o calor. No hay grises. La excepción tiene lugar durante unos maravillosos días que suelen darse en en primavera o en otoño, o en cualquier momento del año. No son fechas fijas, no existe cadencia, no son predecibles. A veces se atribuyen a santos y es que son realmente pequeños milagros. Aparecen por sorpresa en medio del bochorno o de la helada. No anuncian transición, no se puede uno confiar. A veces esos días duran unas horas y otras, las menos, unos meses. Es lo que se llama entretiempo, que a mí me parece una delicia, la calma tras la tempestad. Aire puro en un incendio. 

El clima de Madrid no se debe al cambio climático. Siempre ha sido así. Si le quieren llamar continental, que se lo llamen, pero no es igual a otros climas continentales. O te asas o te hielas. Es como es, de extremos.

Vayamos a octubre, un suponer. Un madrugador debe salir de casa pertrechado, tal si al mismo polo norte se dirigiera. Eso sí, ha de contar con la posibilidad de despojarse de prendas. No hasta quedarse en bañador, pero casi. Un día que empieza helador, encapotado, triste, con el cielo pegado al asfalto. Ese cielo que se ha caído por fin sobre nuestras cabezas. Los grises de la acera se confunden con la amenaza de lluvia. Ese es el comienzo de una jornada cuya evolución no es capaz de pronosticar ni siquiera el meteorólogo más avezado. Ni siquiera un querido amigo multidisciplinar, arquitecto de profesión, amante de las nubes y los terremotos, experto en arcos de herradura. Ni tan siquiera él, desde su terraza que le permite distinguir tormentas, cirros, cúmulos y estratos; no es vendedor de pararrayos. Ni siquiera él, flamenco e irlandés es capaz de explicar la llegada o la la marcha del anticiclón de las Azores. El día avanza y de pronto se enciende. Las nubes se van, sin avisar, se hace hueco el azul. Se empodera el cielo vacío. Los madrileños y los que no lo son salen a la calle, abandonan el interior y los rincones para hacerse sitio en aceras, terrazas y jardines. Madrid no es de nadie. Su clima es solo suyo. El sol, aunque en el perihelio se encuentre, se esfuerza por caldear la vida un ratito. Sobra la bufanda, al brazo. El abrigo de Vichy, tan elegante, echado  a la espalda. Luego el jersey,  a la cintura o al cuello. Es menester por tanto vestirse por capas y prever el proceso de retirar y reponer de un modo fácil y eficaz cuantas prendas sea necesario. Se debe recordar que nunca hay que ponerse una camisa con un tomate, porque en cualquier momento todo queda a la luz. Y en cuanto anochece, o una minúscula nube se encaja en la trayectoria entre el sol y la ciudad, vuelve en frío. Bajón radical del termómetro. Vuelta a cubrirse. 

Madrid, la ciudad de las capas. En realidad es tal prenda la que posiblemente sea de verdad útil. Nada ocurre por casualidad. Esas capas que lo cubren todo y todo lo dejan ver cuando se retiran, con un gesto elegante de la mano. Se recoge el envés y se ve la figura del caminante, preparado. 


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