Un límite de la indignidad humana está en caer enfermo y sus consecuencias, como por ejemplo, que te ingresen inopinadamente en el hospital y no tengas ni bragas para cambiarte, calzoncillos en su caso. Puede ser algo menor comparado con la gravedad de la patología que amenaza tu salud. Sí. Pero tela. Es el colmo del desamparo. Símbolo de soledad, esa isla en la que uno se queda sin darse cuenta, después de remar sin freno, sin puerto que le ampare. La enfermedad es un golpe en el eje del orgullo. Las expectativas del común de los mortales bajan a mínimos. Quiere curarse, quiere salir, quiere vivir a toda costa. No matter what. Está dispuesto, entregado en cuerpo y alma. El pudor y la vergüenza, luchan contra el dolor y la fiebre. Pero no bastan las medicinas y los pinchazos, hay que cuidar un poco el honor y el pundonor. Por muy malo que uno esté, hay un "me voy a peinar y cepillar el pelo, que se me encrespa", deja que me ponga mi camisón blanco, y mi collar de perlas, los pendientes a juego, mi pijama azul de rayas, recién lavado, unas zapatillas que no sean de papel, sino con un borrego dentro que me recuerde a mamá, por lo suave. No digo yo que te pintes como una puerta y te vistas de farándula. El médico tiene que ver tu color de piel, si tornan azules tus labios o se oscurecen las uñas por la falta de oxígeno. Pero hay unos mínimos imprescindibles que deberían aceptarse. No me dejes caer en ser el 227A. Tengo mi nombre y mi historia, con él he ingresado aquí, espero salir sano con él o morir llamándome, con la dignidad que merezco, aunque sea solo. Recuerdo en Burgos, cuando estaba malito el amor de mis amores, cada día se duchaba, se vestía impecable, a pesar del dolor, ensayaba estirarse aunque los puntos de la tripa se le quejaran, y esperaba con una sonrisa difícil a que el médico le diera el alta. Así se curó, luchando, la educación y el amor son cimientos en los que se puede uno apoyar. Pero esa es otra historia.
No tiene uno bastante con ponerse el camisón indecente con el que es imposible no enseñar el culo, para, encima no poder llevar ropa interior porque ha llegado al hospital sin saber que no le dejarían salir. Ese camisón que será muy útil para llevarte a la UCI, UVI o donde toque, dejarte en pelota picada en un segundo y hacerte las picias que hagan falta para curarte. ¿Dónde hay que firmar para que me dejen estar decente en esos momentos? Que hagan jirones mis mejores galas de noche, pero no me hagan usar esa bata manida, ese camisón unisex de talla única, desinfectada con lejía y llena de manchas anónimas imposibles de eliminar.
Te vas a Murcia de vacaciones, o a Teruel, ciudades que existen. De pronto te encuentras mal, llegas como puedes al hospital. ¡Zasca!. Positivo en COVID. "Ya tenemos preparada su habitación" ¿Cómo dice? No estoy preparado. Intentas recordar si tienes tomates en los calcetines. No has cogido el cepillo de dientes, la espuma de afeitar, los calzoncillos, las braguitas, el peine, tu colonia, un libro, el cargador del móvil. En fin. Que sí, que te van a poner una vía con un todo incluido de los antibióticos y calmantes, antiinflamatorios, antipiréticos o antitérmicos necesarios para que tu pronta sanación. Pero es que hace falta algo más. Al menos ahora hay Amazon, el cepillo de dientes esperas que no tarde en llegar, ¿Qué remedio?. A los parientes y amigos no les dejan verte; enganchado al teléfono, si te queda batería, haces un pedido de imprescindibles, un cargador y esos mínimos, distintos para cada uno. Cada cual son su escala de valores y sus tesoros que amochilaría a una isla desierta.
El médico que te atiende, desde que te han dicho que tienes COVID y neumonía, va vestido de astronauta. Imposible saber si es el mismo que vino por la mañana o el que te recibió en urgencias. O la cajera del Mercadona. O el conductor del 147. Ni siquiera por la silueta eres capaz de averiguar, de intuir la fisonomía. Sobre la bata llenos de bolígrafos los bolsillos, (nunca he entendido bien por qué llevan tantos bolis los médicos, mi madre, la doctora, también los llevaba), sobre la bata le parapeta un mono que lo mismo podría haber pertenecido a Neil en ese primer viaje con bandera incluida, que a los operarios de una central nuclear. Un mono que le quita prestigio a la vista, le aporta andares de pingüino. Se anula la confianza, la mirada, la relación médico paciente se difumina. No existe. Las gafas de bucear aplastan su ojos, nariz y boca tapadas con mascarilla, una pantalla transparente encima del conjunto le cubre hasta el cuello. Lleva guantes, no sabes si está casado, buscas la señal del anillo en el látex. Por no saber no sabes ni su color de piel. Las muñecas y tobillos se ciñen traje y guantes y patucos cual con cinta de secuestrador estuvieran presos. Solo la voz, a través de la indumentaria, te llega distorsionada para convencerte quizá de que es humano. O podría ser robot. Sí.
Por la mañana limpian la habitación, con algo menos de cuidado en la vestimenta, unas amables señoras que te llaman cariño, rey; se deshacen en piropos y mimos de verbo. Palabras olvidadas. Canturrean y te felicitan por lo guapo que te has puesto y lo pronto que te has duchado. No tiene mérito alguno el madrugón; a las seis te han cambiado el gotero que alimenta la vía que llevas enganchada en el dorso de la mano, o en el antebrazo, en la parte interna del codo. A las ocho, a punto de abrazar a Morfeo, te han puesto el termómetro y te han tomado la tensión, han medido tu oxigeno en uno de tus dedos. El alegre turno de mañana llega lozano y con energía. Los andares dispuestos retumban en los pasillos. Esos zuecos macizos e irrompibles taconean como una bailaora por los baldosines. ¡Como para no estar en perfecto estado de revista cuando llegan las limpiadoras! Si estás un poco mejor que el día que ingresaste lo mismo has hecho hasta flexiones, a pesar de que tienes la nariz enganchada a esas horribles gafas, y te has recorrido la habitación de norte a sur y de sur a norte. Te has sentado en la silla de visitas, en el taburete para apoyar los pies, en el sillón que cubren con una sábana para ocultar los sietes. No hay rincón de tu celda que no conozcas. Eso sí, a no ser que tengas un contacto entre esos anónimos trabajadores del hospital, que lo mismo son celadores que enfermeras, que el jefe de servicio o el mismísimo gerente, que se deja caer por hacer bulto; al cabo de los días te quedas con un tipín que ya querría la operación biquini o cualquier dieta milagro conseguir. Si no funciona el contrabando, que te hace llegar un buen jamón o algún capricho a través de inconfesables cauces y coarciones, con una semana de ingreso se te caen los pantalones hasta los pies. Lo mismo hasta cambias de talla de ropa interior. Porque el primer día te dejas casi todo en el plato, con la excusa de tu malestar; el segundo empiezas a probar esa insípida merienda, pero al cabo de una semana las galletas del desayuno te parecen pastas suizas de mantequilla. Rebañas los platos y te zampas hasta el último pico de pan chicloso. No vaya a ser que mañana el menú decaiga. Eso sí, con ese régimen, te tuneas. Ya sabes, al salir, te vas de compras y cambias el armario, que vas a romper con la pana. Tipazo.