En las series británicas da gusto. No sólo porque
cuidan los paisajes cuando los hay, en los interiores hay muebles de verdad, hablan de las personas que ocupan esas casas, son hogares, transmiten el olor de las oficinas; los diálogos son realistas, hay llantos y
risas de verdad. No sólo por eso. Los personajes representan a personas. Gente con sentimientos.
Los actores hacen un papel. No son los guapos que dicen palabras altisonantes.
No necesitan terminología científica ni criminológica para captar tu
atención. Porque podrían ser vecinos
tuyos. Son de verdad. La intensidad transmite amor, dolor y alegría. Es el cine
en estado puro. Es la vida.
En las series británicas la poli no es una
maciza. Lleva parca. Le queda fatal. Tan
mal que no le abrocha. Y no se la quita ni en el coche. Hace frío. Parca con capucha de pelos. Para más
detalles. Está medio rechoncha la inspectora, con sus lorzas. Debajo va ligerita porque es presumida y luce
escote y medalla, es católica. Es normal.
Tampoco su peinado es de anuncio de un pelo Panthene. Sino que lo tiene cortado a la remanguillé. De
aquella manera. Los protagonistas repiten vestimenta. Las
camisas se les arrugan y sabes que es de noche porque el nudo de la corbata
está medio deshecho. Sudan después de
una carrera. Se doblan apoyando las
manos sobre las rodillas para recuperar el resuello. Las mujeres se depilan
demasiado las cejas. O demasiado poco.
Visten como Dios les dio a entender. Con ropa pasada de moda, fea o muy fea.
Alguno planta flores delante de su casa con un Barbour y camisa de cuadros. Sin arreglarse, como si hubiera cogido lo primero que había en el perchero. El jefe de policía, por mucho que haga una hora de
deporte al día, corriendo por las verdes lomas galesas o por la playa cuando lo
permite la marea; está en forma, pero tiene triporra. En su nevera, como
en la tuya, no faltan las Budweiser; pero la fruta es una gran ausente. Hay algo de caos en su modo de vestir, que es coherente con su humor y sus silencios. Hay quien tiene
mucho gusto y es un elegante. Igual que el que tiene una casa alegre o triste, o un baúl de los recuerdos. Cada perfil es diferente, no cortados por el patrón de la perfección.
Es poco
creíble la gente que pasa el día en bares o cafés como hacen en montones de series los amigos neoyorquinos que viven súper cerca unos de otros ¡en Nueva York!, con muchísimo tiempo libre y son el ideal de veinteañeros de ahora. Esos americanos tiposos y estupendos que viven de la comida prefabricada, de palomitas y vino los más sofisticados, están en una forma estupenda y tersos
cual quinceañeros. Comen en platos de plástico o de papel, ni siquiera sacan
del envoltorio la comida. Cada uno elige lo que más le gusta. No existe “¿qué
hay de comer?” Hasta en eso son individualistas. Ese es el modelo de vida que se representa en las series
norteamericanas. Porque no es ficción lo que pretenden transmitir, que sería
lícito. Tales imágenes generan una frustración perenne. Si pides comida para
llevar, igual que si comes a diario en un restaurante, guarreas. Por muy
disciplinado que seas no eliges unas tristes espinacas frente a una carbonara.
No. Y de postre flan o helado de castaña porque una naranja “ya me la como en
casa”. Qué fácil es engañarse a uno mismo.
No hace falta ni entrenamiento.
Porque esas chicas de los Ángeles, o Miami, ni van al gimnasio ni corren
de madrugada. Están flacas de natural. Igual que los investigadores de Chicago,
alimentan sus músculos a base de donuts y cafés en tazas de papel.
La comisaría de Policía británica está en Aberystwyth.
Un pueblo con más consonantes que vocales. Un pueblo de costa en el que las puestas de sol son sobre el mar. Puedes buscar a diario el rayo verde de
los deseos si la lluvia lo permite. En Aberystwyth pasan cosas.
Como en todas partes. Las conversaciones reflejan escenas de la vida. Usan
palabras que entiendes, no hacen falta palabrotas, o sí.
Otra factor común a las series británicas es
que los detectives siempre llegan de noche y lloviendo a todas partes. No sé si
será intrínseco a la climatología y reflejan lo que hay, noche y agua. El caso
es que, previsores, siempre van provistos de unas diminutas linternas que ya
las quisiera para ella una que yo conozco. Son chiquititas pero matonas. Iluminan un montón.
Cuando hace frío, a los actores se les ponen rojas
las orejas y la nariz. Los mofletes les brillan si están al sol. Las lágrimas cuando lloran son gordas y
pesadas. Mojan el cuello de la camisa. El maquillaje se va al traste.
Imagínese el lector cualquiera de los ingredientes
citados en el ubicuo C. S. I.; o en el igualmente N. C. I. S. No digamos ya
Castle, con la estupenda Beckett. Mujer
pincel de piel y formas impecables. Los
forenses son los únicos personajes que resultan un poco más realistas en las
series norteamericanas. Bailan entre los muertos, acostumbrados a los olores y
a la poca conversación. El resto ni se despeinan. Con sus bocas perfectas y dentadura
a medida, labios gruesos, envidia de cualquier beso. Ellas con sus coletas de
pelo limpio. No un burruño mal hecho con la goma de los espárragos. A mí eso no me sale, ni me dura. Aunque vaya
a la pelu. Ellos, el yerno perfecto. Cualquiera.
El ambiente hace mucho. Las pantallas transparentes
donde se esconden los misterios. Pasan página con la mano. Mapas interactivos
en mesas gigantes. Portan auriculares y micrófonos invisibles que les permiten
comunicarse con la estratosfera. Frente
a esto el británico utiliza un corcho que quita de la pared para cambiar las
fotos y un teléfono sin mucha cobertura.
Además, se les acaba batería.
Lo que es común es que las mujeres nunca llevan
bolso. ¿Dónde meten sus tesoros?
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