Te nombran “Ratatouille” y ya te pones nerviosito. Los
españoles somos así, en cuanto nos dicen una palabra en otro idioma nos entra
el nervio y nos parece que lo nuestro no es tan bueno. Tú vas a un local pin pan pum, (no a un restaurante francés, ni en Francia; una esquinita de
Lavapiés) y lees “crudités” y te quedas muerto. Si de postre hay crêpes empieza
a subir el nivel. Ese acento circunflejo tiene un atractivo mágico. ¡Qué digo! Tiene “sex-appeal”. Eso sí, cuando el camarero, mano derecha palma abierta
perfectamente pegada a su trasero, donde se ata el impecable delantal blanco deposita en ángulo recto el plato en el mantel impoluto: ¡Qué decepción! Verduras crudas y tortitas. De
plato principal has pedido “Cassoulet”. Tenías que haberte visto la cara al
mirar el plato: unas habichuelas como las que hace tu madre. Cuidadito con el envoltorio,
amigo. No es oro todo lo que reluce. Si eres de los cabezotas, “stubborn”, jurarás
que no es lo mismo. Allá tú. El romanticismo es bonito. Lo que no mola es la
mentira. Reto a una comparación exhaustiva y sin corazón entre escalibada y ratatouille. Silencio
en la sala. Porque es lo mismo. ¿Que en uno se corta el calabacín en “brunoise”
y el otro en láminas finas? Acepto. No vale como diferencia real. ¿Qué tu madre
echa más berenjena? Será que no había tomate. Son variantes inteligentes para
salir del paso y la ortodoxia. Es la magia de la invención.
Si le explicas a cualquiera que un “dumpling” es una versión de una empanadilla pequeña, es muy probable que te insulte a la cara un purista que
pase por ahí. El tope es comparar el “agedasi tofu” con una especie de requesón rebozado
en salsita. O decir que el “tempura” son verduras u otros alimentos rebozados. Vamos
a ver. Me flipa comer. Me encanta la comida que hace mi ex novio, esa la que más. Disfruto con la variedad de la japonesa,
la china a veces opaca en explicaciones y contenido, me chifla. La comida italiana me lleva en góndola a la Vieja Venecia, oigo a Adriano Celentano cantando Susana y al cursi de Umberto con su "te amo". ¡No digamos la francesa! Édith siente su vida en rosa. Unos quesos en una ladera verde por la que
puedes resbalar en volteretas de amor frente a una gran iglesia. No hay nada
mejor. Pero reivindico la sinceridad. Clamo por quitarle tontería a todo. Mi
grito es de auxilio para volver a la verdad. Al núcleo, a lo auténtico. Los americanos y los alemanes también tienen hueco en la mesa. Incluso los denostados ingleses. No hay que hacer caso a los chismes.
¿A qué viene todo esto? ¿Por qué? Porque todo esto alcanza el clímax en esa película
de niños cuyo lema era “Cualquiera puede cocinar” Ojo. Casi cualquiera. Una
rata no. Una rata es el símbolo de lo sucio, de la porquería. Nadie en su sano
juicio comería algo cocinado por un roedor. ¡Malditos roedores! Pondría la mano en el fuego porque nadie degustaría una tarta tatín hecha por un ratón. A propósito, apuesto a que dicha tarta fue "inventada" en paralelo a la tarta de manzana. Usando más mantequilla y las manzanas cortadas con prisa. Hay cosas que están bien
como están. Y las ratas y los ratones no comparten hogar ni mesa con los
humanos. No tiene mucho recorrido mi argumento porque es en sí infalible. Así
que hagan el favor de no mezclar. Los
ratones y las ratas son bichos poco queridos en general. Ocupantes asquerosos de cloacas y lugares infectos que casi ningún otro animal habita. Es cierto que los
niños a veces tienen un hámster, que es lo mismo. Son los que piden un perro y
se consuelan con lo que pueden. Excepto algún “friqui”, amante inamovible de
los animales, un hámster no dura ni un telediario en una casa. Se “escapan” una mañana. Es
inevitable. Un amigo mío era, sin saberlo, el hermano pequeño de L. Durrell, con su familia y otros animales. En
vez de ropa, en su armario tenía una oveja. En plena calle Narváez. Pero no una
rata. Y menos la usaría para ayudarle hacer una tortilla de patata con chorizo.
No. No cualquiera puede cocinar. El mensaje es muy bonito. Pero se han pasado de frenada. Han querido acercar a los animalillos. Con un "es tan mono" salen las madres de la proyección. Es una versión edulcorada del síndrome de Estocolmo. Cocinar es un arte. Cocinar requiere esfuerzo y concentración, trabajo y tesón. Cocinar está lleno de amor y de pasión. Incluso la cocina del día a día, esa cocina que hace hogar. Cocinar es querer.
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