A
veces los payasos tienen un aspecto aterrador. Esos que llevan la risa pintada
en la cara. Sus labios finos con las comisuras hacia abajo. Un paréntesis
convexo. De lejos, en el circo, no se ve la línea de la pena que se dibuja debajo
de esa grotesca boca encarnada en fondo blanco. Camiseta de rayas o cuadros de
colores, zapatos enormes y pantalones saco sujetos con tirantes. Pelo de
fregona. Ojos en cruz. Nunca entendí lo absurdo del atuendo. Que no pudieran
andar bien por culpa de esos pies que no les sujetaban a pesar de ser grandes
plataformas. Que se cayeran todo el rato, tan torpes. El físico del payaso
produce más desasosiego que alegría. Es el reflejo de su pena. De su
catástrofe. Esa pareja payaso listo y payaso tonto. O serio y simpático. No se
sabe quién es quién. Siempre diferentes. Uno alto y el otro bajito. Payasos o
humoristas más modernos se disfrazan de personas convencionales. Corbata y
traje oscuro. Con voz arrastrada por el güisqui. Da lo mismo el atuendo, el esquema
es sacar de la pena y la miseria algo bueno. El esquema busca la carcajada o la
sonrisa tímida. Quieren absorber lo feo de la realidad del mundo.
Secuestradores de dolor. Asesinos de lágrimas. Pero el esfuerzo del payaso por
sacar una sonrisa al público no se puede pagar. Es lo más tierno y bonito. Un
alma en pena que solo busca la alegría del otro, aunque dure muy poco. Es lo
mejor. Es lo más generoso y altruista que existe. Es dar sin pedir. Es la
bondad en vivo y en directo.
Para
hacer reír no solo hace falta tener gracia. Casi la gracia es lo de menos, para
hacer reír hay que ser fino de espíritu, hay que mirar al otro, meterte en él.
Coger parte de su dolor y hacer un guiso, empanarlo con mimo, amasarlo, darle
calor, hornearlo con sal y pimienta y alguna especia que traigas de allende los
mares. Para hacer reír hay que ser bueno y atento. Hay que renunciar a uno. Y
ser otro.
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