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07/07/2020

LUEGO, SI ESO, MANDO UN MENSAJITO


Compungida por el dolor ajeno. Siente en su piel la pérdida del otro. Se ha ido demasiado pronto. Solo recuerda el escenario de la infancia, la adolescencia confusa compartida. Intervalos de intensidad variable. Música en la piscina, días de verano. Para ella tiene 20 años, se sienta en el jardín, donde los frutales, ha pisado las petunias, con tal de hacer que el hermano tuerza el gesto. Le hace rabiar, solo para luego reírse de su sombra. Se chocan y se ríen. Se quieren. La madre distante mesa sus canas desde la terraza, con aparente atención, distraída. Ha regado con sus lágrimas ya añejas el guiso que la abuela se empeña en enderezar. No vaya a saber a pena. Que hace daño al estómago. Los ojos de mar de la madre se bañan en el agua salada a la que pertenecen.

Los pastores alemanes ladran y saltan juguetones, sin amenaza, en la alegría de la fiesta. A pesar de su tamaño, son niños grandes, como los que se están tostando al sol, a más de 1.000 m de altura sobre la costa. Botellines al sol, sangría disparatada, sardinas y patatas fritas. Las hermanas revolotean la organización, el pequeño anima con carcajadas y recuerdos. Ajetreo general. Verano. Disfrutan. Ella solo recuerda las voces y la risa. Lorenzo y el agua helada. La piscina recién pintada, otra vez. Desorden de jolgorio. Conversaciones rotas y brindis. Recuerda el contacto, tocarse, sentarse cerca, pegados, compartir. Recuerda la sorpresa de los que llegan y se van, los que no estaban invitados. Los que gracias al alcohol se acercan a intimar por fin. Todo le lleva a él, en un mini. Solícito. Familias paralelas, descabezadas. Mini y panda. Un padre siempre omnipresente en su ausencia. El sabor de los recuerdos y el aroma del olvido nublan las miradas cada tanto. Con la esperanza de su presencia a base de traerle cada momento, cerca. De hablar sus palabras. Revivir cada rato para que no se entierre, como su cuerpo. Los hermanos, la madre sola. Dos maneras de enfrentar la orfandad. O acaso sea la misma. Al cabo, el huérfano lo es a pesar del esfuerzo de la madre viuda. Es un niño carente. Anda cojo el expósito desde el instante mismo en que se hace realidad su estatus. No hay edad para tal desamparo. Pero las hay peores. Esa en la que el niño empieza a hacerse hombre, en plena confusión dermatológica y emocional. Ella siempre le necesita, al padre, pero ha sido afortunada, conoció su vejez. Otros te perdieron mucho antes de tiempo. Esos padres que no se hacen mayores.

Y se ha ido el hermano, el de en medio. Así, sin nietos; con una historia por vivir, páginas en blanco, como su padre, como tu padre. En su desesperación comparte el llanto contenido, para traerle un poco a la vida. Que se le ha escapado ya. Para que respire un rato más con los recuerdos. Conservar algo de su esencia, prolongar su estela. Habla con todos los que le recuerdan. Pena su domingo de duelo ajeno. Llora por ellos. Hipa su luto. Aprovecha para soltar sus lágrimas. En medio de la desolación se enciende el pragmatismo “gracias por llamar, ahora les mando un mensajito y pido por él. Maneras de vivir. Es como, un uy lo siento mucho, plancho esta camisa, hago la bechamel y ya si eso mando un WhatsApp. Todo en igual nivel de importancia. Le coso un botón al niño, llevo a la niña a ballet, y pido por él. Es una tabla rasa de emociones. Y aún se cree que es ella quien vive de perfil.

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