Compungida por el dolor ajeno. Siente
en su piel la pérdida del otro. Se ha ido demasiado pronto. Solo recuerda el
escenario de la infancia, la adolescencia confusa compartida. Intervalos de
intensidad variable. Música en la piscina, días de verano. Para ella tiene 20
años, se sienta en el jardín, donde los frutales, ha pisado las petunias, con
tal de hacer que el hermano tuerza el gesto. Le hace rabiar, solo para luego reírse
de su sombra. Se chocan y se ríen. Se quieren. La madre distante mesa sus canas
desde la terraza, con aparente atención, distraída. Ha regado con sus lágrimas
ya añejas el guiso que la abuela se empeña en enderezar. No vaya a saber a
pena. Que hace daño al estómago. Los ojos de mar de la madre se bañan en el
agua salada a la que pertenecen.
Los pastores alemanes ladran y saltan juguetones,
sin amenaza, en la alegría de la fiesta. A pesar de su tamaño, son niños
grandes, como los que se están tostando al sol, a más de 1.000 m de altura
sobre la costa. Botellines al sol, sangría disparatada, sardinas y patatas
fritas. Las hermanas revolotean la organización, el pequeño anima con
carcajadas y recuerdos. Ajetreo general. Verano. Disfrutan. Ella solo recuerda
las voces y la risa. Lorenzo y el agua helada. La piscina recién pintada, otra
vez. Desorden de jolgorio. Conversaciones rotas y brindis. Recuerda el
contacto, tocarse, sentarse cerca, pegados, compartir. Recuerda la sorpresa de
los que llegan y se van, los que no estaban invitados. Los que gracias al
alcohol se acercan a intimar por fin. Todo le lleva a él, en un mini. Solícito.
Familias paralelas, descabezadas. Mini y panda. Un padre siempre omnipresente
en su ausencia. El sabor de los recuerdos y el aroma del olvido nublan las
miradas cada tanto. Con la esperanza de su presencia a base de traerle cada
momento, cerca. De hablar sus palabras. Revivir cada rato para que no se entierre,
como su cuerpo. Los hermanos, la madre sola. Dos maneras de enfrentar la orfandad.
O acaso sea la misma. Al cabo, el huérfano lo es a pesar del esfuerzo de la
madre viuda. Es un niño carente. Anda cojo el expósito desde el instante mismo
en que se hace realidad su estatus. No hay edad para tal desamparo. Pero las hay
peores. Esa en la que el niño empieza a hacerse hombre, en plena confusión dermatológica
y emocional. Ella siempre le necesita, al padre, pero ha sido afortunada,
conoció su vejez. Otros te perdieron mucho antes de tiempo. Esos padres que no
se hacen mayores.
Y se ha ido el hermano, el de en medio.
Así, sin nietos; con una historia por vivir, páginas en blanco, como su padre,
como tu padre. En su desesperación comparte el llanto contenido, para traerle
un poco a la vida. Que se le ha escapado ya. Para que respire un rato más con
los recuerdos. Conservar algo de su esencia, prolongar su estela. Habla con
todos los que le recuerdan. Pena su domingo de duelo ajeno. Llora por ellos. Hipa
su luto. Aprovecha para soltar sus lágrimas. En medio de la desolación se
enciende el pragmatismo “gracias por llamar, ahora les mando un mensajito y pido por él”. Maneras de vivir. Es como, un uy lo
siento mucho, plancho esta camisa, hago la bechamel y ya si eso mando un WhatsApp.
Todo en igual nivel de importancia. Le coso un botón al niño, llevo a la niña a
ballet, y pido por él. Es una tabla rasa de emociones. Y aún se cree que es
ella quien vive de perfil.
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