Será
que tengo poca vida interior. Será. Pero yo las pelis, me las creo. Las vivo
como la vida misma. Tengo miedo cuando toca, lloro como si fueran hechos que pertenecen
a mi realidad. Y me río con ganas. "Que es una película cari",
"mamá no llores", o "¿estás llorando?", me adivinan los caros antes de que alcance a secarme las
lágrimas que no puedo contener. "Hija, que es una peli". Todas frases
que he oído agradecida de mano de los que más me han querido o aún me quieren.
A veces con un poquito de tomadura de pelo, que agradezco con retardo. Pero yo
lloré cuando se murió Chanquete y en "Los Intocables" cuando mataron
a Jim Malone, a la sazón el bueno del escocés, Sean Connery. No es que llorara,
es que sentí su muerte, me dolió la traición. Pero de verdad, la caja de
cerillas. La maldad resumida. La vuelvo a ver y confío en que esta vez no
muera. Me creo los personajes. No confundo con el actor. Porque luego veo a súper
Sean en otra peli y no es que piense “¡que hace este aquí, si se había muerto
en los intocables! No es eso. Son independiente los personajes del actor, las
personas que deben ser fuera de la pantalla. Para mí son a quiénes interpretan.
No me interesa su vida privada. Que no me cuenten que no son valientes mis
héroes del celuloide. No me interesa su bondad o sensiblería, no quiero saber
de su alcoholismo o sus debilidades. Es que no me interesa. Esa manía de hurgar
en la vida privada para denostar a los demás, no la entiendo. No aporta nada.
¿A que si son unos fenómenos no se habla tanto de ellos? Pues si no tienes nada
bueno que decir de los demás, no digas nada.
Será
que no tengo vida propia. Pero cuando veo una película de miedo, paso miedo.
Miedo de verdad. Miedo mío. Recuerdo “El silencio de los corderos”,
especialmente retengo la cara de los que estaban en la fila de detrás. Yo no
podía mirar la pantalla. Me aterrorizaba el malísimo Hannibal Caníbal. Lo veía
como un hombre malo real. Ahora los chavales (y no tanto) le dan para adelante
y para atrás a la maquinilla y el cine dura lo que se les antoje. Que no te
gusta una escena, te la saltas. Que no la has entendido, para atrás. Pero
antes, no hace tanto, pantalla grande, cola para entrar. Emoción intriga, dolor
de barriga. Palomitas. Oscuridad y susurros. Y de pronto, te has metido en la
peli que no, que no querías ver, mal asesorado. “No da miedo”. "Ni di
miidi, ni di miidi". ¡Tu tía la del pueblo! De esas recomendaciones se
aprende en quién no confiar para ir al cine. No es que no duerma después, es
que no lo puedo ver. La verdad es que gracias a que me creo los personajes, he
podido ver otras películas del enorme Anthony Hopkins, que de caníbal pasó a
ser mayordomo sin solución de continuidad.
Por
creerme las pelis me llegué a marear en una, “A través de los olivos”. Sesudísima
película iraní que no conseguí entender. La acción se desarrollaba en la devastación
provocada por un terremoto. Me perdí en los primeros minutos, donde se mostraba
en pantalla cómo bajaba un coche por un camino imposible, lleno de baches e
incomodidades, dando tumbos. Tanto me metí en la acción que me mareé, como me
pasaba de pequeña en el coche cuando viajábamos al sur con la baca llena de
bicicletas y maletas. A Tere no le gustaba que muriera el padre en "La vida es bella". No tan bella. Decía que ella había visto una versión en que no moría. La entiendo. Eso sentí con "El niño del pijama de rayas". Mi hermana pequeña decía que en Único Testigo, si te quedas hasta el final, Harrison Ford se da la vuelta y vuelve con ella. Me quedo siempre. por si acaso.
Y
ahora que está de moda que les pasen atrocidades a los niños y adolescentes.
Imposible. No puedo. Imagino niños desangrados y violentados por la calle,
raptados, en furgonetas oscuras, con las manos atadas a la espalda. De camino a
un país en el que usarán sus órganos para venderlos en el mercado negro o les obligarán
a drogarse, prostituirse. Les veo en harapos, enormes ojeras bajo la mirada
perdida. Veo a nuestros hijos, a los niños que conozco, a la que fui un día. Me
parece que es real. No imagino el maquillaje ni el atrezo, veo y siento el
dolor. Es superior a mí. No soporto ver esas películas.
Y
otra cosa que me ocurre es que cada vez que vuelvo a ver la película la siento
igual. Como si me hubiera olvidado. Espero que cambie incluso alguna de las
escenas. Que haya sido un error subsanable. Y así, en la famosa película de la
cita en el Empire State, primero deseo ella llegue, me desespero cuando me doy
cuenta de que el argumento no ha cambiado. Me angustio cuando por fin Nickie
Ferrante encuentra a Terry McKay en ese apartamento en que yace y se va. Y no
se da cuenta de que está paralitica, yo lo revivo. No puedo aguantar la
impaciencia, hasta que entra en el otro cuarto y ve su propio cuadro. Es como
si lo viera o viviera, más bien, por primera vez. Lloro porque ella no llega a
la cita. Lloro porque él se enfada. Me olvido de la siguiente imagen. Lo paso
fatal. Como la primera vez. Y así vivo, sintiéndolo todo mucho.
Pues yo no. No me creo nada. Yo creo que todo depende del guionista. Bueno, todo no. Los actores tienen su vida real y allá ellos, pero los personajes dependen más del guionista que del actor que los encarna. Por eso tengo toda mi fe en quien escribe el guión. Es como el dios que escribe nuestro destino.
ResponderEliminarGracias por comentar Alfonso! Un abrazo
ResponderEliminar