El odio, como la entropía, o desorden del universo, aumenta siempre. No necesita cebo. El odio es como la entropía porque siempre crece. El odio no tiene tope. El odio aumenta como se hincha la envidia, igual que la cizaña atora el corazón herido del necio. El odio es feo y retorcido. El odio es veneno, el odio es malo. El odio es grotesco como un monstruo que sólo sale de noche.
El odio, camarero del demonio, alimenta distancias, engorda la pena. El odio no soluciona nada. Atasca las salidas. El odio afea conductas y agría la amistad. El odio excava a los pies del amor y descalza emociones, con tanto esfuerzo erigidas. El odio crea adicción, como la comida picante. El odio se alimenta a sí mismo, en los rincones oscuros, en las calles salida, entre la mala hierba y la bazofia. El odio no necesita conversación. El odio vive del silencio. El odio es amigo del ingrato, del ruin. El odio y la perfidia pasean por los acantilados del rencor. El odio mira de lejos, acecha cobarde. El odio es malo malísimo.
El odio no sirve nada más que para ponerse uno enfermo, para que se le haga bola todo, porque se te engancha al alma y no hay quién lo saque. Se enquista y expande, ponzoña que teje una cofia que es trampa donde la alegría no encuentra suelo en el que echar raíces.
No dejes que te odie, amor, que yo te he querido siempre. Que yo te quiero bien. No dejes que esto que siento, que es puro, que es de verdad, se torne negro y tormenta. No dejes que deje de quererte, amor. Que no quiero hacerlo.
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