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09/02/2022

MIL CAMPANAS SUENAN EN MI CORAZÓN

En casa no teníamos reloj de cocina, en casa no había reloj de pared, para saber la hora nos bastaba la campana de la iglesia. Las campanadas. Detrás, en los días claros, las montañas. No dejaban de sonar de noche, no, se dejaban de oír con el paso del tiempo y la conversación, nunca era una molestia, pero se echaban de menos si faltaban. Daban ritmo a la oscuridad, a volver al abrazo. Mi abuela no podía dormir sin oír el cierre de la Baldomera. Yo echo de menos el significado de esas campanadas, que nos acompañaron y marcaban el ritmo de los días. 
Siempre soñé que un día celebraríamos la Nochevieja en casa. Sería un fin de año frío y seco. De cielo impoluto. O no. Con familia o amigos, solos. A eso de menos cuarto saldríamos a la terraza, calentito el humor y el cuerpo por el vino, a tomarnos las uvas. Cada uno con su copita llena de sus doce tesoros, sus doce sueños, doce deseos, doce besos. Nos habría avisado el sonido de las tres campanadas de y cuarenta y cinco. Entonces, apresurados o con calma, nos abrigaríamos y saldríamos a la terraza. Expectantes esperaríamos las cuatro campanadas y después las doce. Confiaríamos en que ralentizaran un poco el sonar, por consideración. Y habríamos brindado por el año nuevo. Achuchones y buenos propósitos. Un pitillo. 

Lo mejor de nuestra casa no era la terraza, lo mejor de nuestra casa era que teníamos las puertas abiertas. Lo mejor de nuestra casa es que era un hogar, un hogar sin lumbre, pero hogar, con rincones propios. Un hogar chiquitito, pero nuestro. Lo mejor de nuestra casa era estar juntos. Lo mejor de nuestra casa es que siempre había amigos comiendo, cenando, por muy pequeña que fuera, nos apañábamos, no tenía importancia. Lo mejor de nuestra casa era estar solos, o rodeados de parientes. Lo mejor de nuestra casa, de muebles heredados, paredes amarillas y puertas verdes, era el calor que se sentía al entrar. El olor a plancha o a un nuevo guiso. Lo mejor de nuestra casa era la esencia. 

Desde nuestra terraza se veían las estrellas, todas. Desde nuestra casa, en pleno centro de una ciudad sin mar, éste se avistaba en el horizonte al atardecer, incluso era sencillo ver los barquitos salir o volver de faenar.  a la terraza salíamos a dormir si el calor nos animaba, sin miedo al raso ni a la curiosidad de pilotos o aves. Sin miedo al amanecer. 

Lo mejor de nuestra casa no era esa cocina de suelo segoviano, por lo frío y por ser una pizarra de Bernardos, muebles de madera de Valsain, tiradores sonoros hechos cortando un palo de una escoba, y un poco de cuerda. Una cocina en la que no era necesario encender la luz, los enormes cristales, en su día llorones de condensación, que secábamos con toallas, dejaban entrar todo el azul del día. No teníamos reloj de cocina, porque con solo levantar la vista ahí estaba, el reloj de las Salesas, dando la hora.

Lo mejor de nuestra casa era la música, que se oía desde todas partes. Lo mejor de nuestra casa era la luz. Lo mejor de nuestra casa éramos nosotros. Mil campanas suenan en mi corazón, ¡qué difícil es pedir perdón!.

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