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24/08/2022

ARENA EN EL BAÑADOR


Hoy en casa, después del mar, al quitarme el bañador, ha caído arena hasta hacer un montoncito a mis pies. Me había duchado en la playa, bañado en la piscina, cual pececillo que soy. Hoy en casa, al ducharme me he descubierto arena en sitios imposibles y otros que no se deben contar.

Recuerdo una reunión de gerifaltes en la que se hablaba de cómo evitar el perjuicio que la arena podía causar al tren del desierto. El estropicio que provocaría en esa infraestructura que iba a conectar dos sagradas ciudades. La erosión a ese camino de peregrinaje. Entre las discusiones técnicas de los curritos, siempre brotan las anécdotas de los altos cargos. Esos jefes que visitaban la traza y contaban. Contaban que la arena estaba siempre. Incluso cuando no había arena, sin tormentas ni dunas móviles, la arena estaba siempre. Aprendían los occidentales de corbata y cinturón de los oriundos, siempre a cubierto, envueltos en capas de fino tejido de protección. Que los preservan del sol, del calor, del frío y de la arena que se entretiene en los pliegues y huecos del algodón. Y tarda en llegar a la piel. Comentaban encorbatados desde la presidencia de la mesa, que ese día, la ducha se llenó de arena. Una arena polvo fino que ellos no habían visto. En suspensión, la llaman. Tan abrasiva como la otra. Tan intrusiva, tan invasiva.

En la ducha hoy me ha costado que se despegara esa arena de mis lorzas. Como si les hubiera cogido cariño. El mismo cariño que me tienen ellas. Mis lorzas se han hecho fuertes en mis caderas y la arena fina se adherido a ellas cual lapa a roca.

He recordado con nostalgia las tardes de parque, de padres. Esas que los niños no querían terminar. A sabiendas de su cansancio, o del hambre que ya les rugía en sus pequeñas barriguitas, ellos, con  su reloj de instinto aún intacto, preferían jugar. Y jugar. De refilón nos miraban a los adultos al llegar la hora de replegarse. Al vernos distraídos, mentalmente nos animaban a pedirnos una cervecita o a seguir charlando. Los niños croqueta no querían cambiar de actividad. Disfrutaban de sus juegos, sus normas recién inventadas o aprendidas. Reían los niños croqueta, ellas con lazos de raso sujetando las coletas. Vestidos de nido de abeja. Ellos pantalón corto y recién peinados. Todos con rebecas cortas de atrevidos colores, que no fosforitos, a juego con los calcetines o polainas. Así salían de casa, recién despiertos y merendados. Cuando por fin llegaba la hora, era también el momento del ritual. Sacudir la arena de los zapatos, calcetines, bolsillos. ¿Hasta dónde podía colarse el fino sílice?  Cuanto más duraba en rito, mejor se lo habían pasado.

Un poco así me he sentido hoy jugando con las olas en familia. Que tengo una edad, sí. Pero no la hay en el mar. Cuando las olas te doblan en altura y te lanzas libre, esa sensación te acerca a la alegría. La duda entre atravesarla o correr con ella. Ese instante de vacilación que resuelve tu estómago. Un poco de miedo, que a la naturaleza se le debe siempre. El revolcón. La ola que sientes en los pies con fuerza, ya rota, hecha espuma, cuando la salvas hacia delante, atravesándola. Es casi una victoria, pero no te descuidas, porque viene otra y otra. Y cuando nadas con ella dejándote llevar, corriendo la ola, el mogollón en la orilla, el revoltijo. Ese punto en que la fuerza del mar te desorienta y cuando asomas por fin la cabeza, el pelo en la cara, sin saber muy bien qué está abajo y qué arriba. Solo se puede sentir alegría. Es una alegría infantil, pura. Es risa. Es reto. Y un cansancio feliz. Al llegar a la ducha y ver la arena y las algas, las huellas del mar, he vuelto a sentir a esa niña que fui, que soy. Yo también jugaba en las paralelas, vienen siguiéndome, espacio y el tiempo, juegan al ajedrez. Yo también me tiraba por un tobogán con aristas, un tobogán que quemaba los días de sol y los de lluvia te recibía con un charco. Que veo océanos donde solo había charcos. Ahora tú, no dejes de hablar, somos, coordenadas de un par. Incógnita, que aún falta por despejar.


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