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27/08/2022

PUDOR

El pudor y una educación a la antigua usanza, quizá me impiden estar del todo a gusto en una hamaca rodeada de gente. El temor a quedarme frita y sus consecuencias no dejan que me relaje como debería. Es decir, lo que merece la situación, la paz de una hamaca en la orilla, ya sea del mar, un lago o una piscina. El ruido de las olas, que acompañan como el fuego, que me embrujan, me hipnotizan. Pero no tanto como para perder la compostura. En cualquier caso, en lugares públicos, el recato se impone. 
Digo esto mientras oigo los ronquidos de una británica de dimensiones desmesuradas que yace plácidamente boca arriba después de la ingesta desmedida de alcohol. Bozan las lorzas por ambos lados de la tumbona. Ha tenido la suerte de tumbarse cubierta, y no directamente en bañador o biquini al salir del agua. Sus piernas blancas se ocultan bajo el pareo. Tiembla el suelo cual si de las ondas P, predecesoras de seísmo, se tratara. Busca el epicentro su vecino, que no sabe si chistar porque los cascos a todo volumen no amortiguan el estrépito. 

Nadie confiesa dormirse en público. O casi nadie. ¡Uy, se me han cerrado los ojos! ¡Cabrón!, se te han cerrado no, que has pedido un café y se ha enfriado y se ha vuelto a calentar. Que se ha puesto el sol y hemos quedado a comer. ¡No fastidies! Que hemos recogido la cocina y estamos haciendo la cena. Cinco minutos, dice. Nadie confiesa dormirse en público. Mi madre lo hacía, después de comer se quedaba roque. Sé de alguna que gusta de tenderse en el suelo. Mi padre también, aunque aseguraba que ninguna de sus hijas, hijos o nietos le había visto jamás dormido ni con la camisa por fuera. Bueno. ¿He roncado? preguntan los inocentes después de un despiste, traducido en cabezada, que el susodicho no ha conseguido vencer. El peso de sus párpados le ha sobrepasado y ha sucumbido en público al abrazo de Morfeo. Ante la cándida inocencia del concertista, mana la condescendencia o la ternura, ¡no!, ha sido solo un ronroneo, de estar a gustito. 

Lo de la guiri de la hamaca está subiendo de tono. Parecía mentira, pero va a más. Madre mía. Le va a dar algo. Le falta acurrucarse, hacerse un ovillo o despatarrarse. La cosa está poniéndose fea. La vergüenza ajena es del observador. ¿Dormiré yo así? No nos vamos a atrever a cerrar los ojos por miedo a que no sea bastante el amor conyugal para soportar semejante espectáculo. Nadie se conoce y todos hemos empezado a comunicarnos telepáticamente. ¿Qué hacemos? ¿Cómo es que no se despierta? ¿Estará sorda que no se entera? Se resuelve por fin la tensión con el rosado marido que aparece con un darling y un par de combinados. La sonrisa de ambos y el suspiro del distinguido se mezclan en un aire de paz renovado. 

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