Cuando llegas de viaje y nadie te va a recoger. La cara que pones. La cara que se te queda. La cara
A es la orgullosa: "ya lo sabía" y sigues andando tal cual, sin alterarte,
mentón alto y paso firme como si supieras dónde ir, sintiéndote observado,
pensando que el mundo entero va a saber que vuelves solo; que, entre el
mogollón de la sala de espera, nadie te ha lanzado los brazos para achucharte.
La cara B es la de penita. Sabías que no iban a estar. Bastante insististe con
tu retahíla de llego muy tarde, estarás, estaréis muy cansados. No
hace falta, de verdad. Pero tenías la esperanza secreta de que te
interpretaran correctamente. Querías que supieran que no, no es no en ese caso,
es dame una sorpresa. Que estabas poniendo la boca muy muy pequeña. La
traducción era por fa por favor por favor, venid. ¿Es que no estaba
claro?
No hay quién no albergue la escondida esperanza de ver una cara que se
alegre cuando aparece de las puertas que se abren y se cierran sin descanso
tras los recorridos del aeropuerto. Esa barrera entre los que llegan y los que
se quedaron y han venido a darles la bienvenida. A recibirles. Es muy bonito. En
ese mapa de desconocidos dispersos que escrutan con entusiasmo mezclado con una
miaja de desazón a los pasajeros que arrastran equipaje e historias. Historias
que se van a quedar sin ser contadas. El que se fue siempre es otro que el que
vuelve. La recepción cálida es lo que le devuelve al hogar, que le hace
sentirse en casa otra vez.
El Coronel no tenía quién le escribiera. Tal cual. Como tú, que no tienes
quien te espere a la llegada de un viaje. Aceleras el paso con forzada
confianza y la mirada lejos, evitando el cruce con otras, evitando la envidia
de los abrazos, evitando la bienvenida. Contienes con profesionalidad entrenada
la decepción y el desconsuelo.
El más salado de los viajeros saluda a la afición con una sonrisa y cara de
emoción, manos arriba, brazos en alto y abiertos al abrazo. El público que está
esperando piensa mira que bien, le han venido a buscar. Pero está
saludando al tendido. Por agradar y por sonreír. Eso es categoría humana. Se dirige
a coger el metro. Va ligero, sin culpa.
Se nota el que sabe. Para viajar hay que ir guapo, elegante, cuidado, como
cuando vas al hospital. Preparado. Es una especie de gesto de respeto al
viajero, como al enfermo. Por el aspecto, si estás un rato en llegadas empiezas
a emparejar. No les hace falta cartel de identificación, sabes quién es de quién.
Además, eso de que no funcione la
megafonía del aeropuerto es un inconveniente. Podrían decir en la
Sala 10 empiezan a salir los pasajeros del vuelo de Iberia procedente de Paris,
o el de Aeroflot, un suponer, procedente de Zagreb. Encima como
nadie pregunta, estás mirando a ver si
viene quien tiene venir con la inquietud de que no te vea. Si encima querías
dar una sorpresa, te la puedes llevar tu si se te escapa y se va a casa. Cariño,
ya estoy aquí y tu con la mirada fija en las dichosas puertas y en el panel
que indica el estado de los vuelos. Mierda.
Y es que en las recepciones hay mucho amor. Porque esa separación que se acaba en el andén, en la sala de llegadas, a pie de pista ¡qué tiempos!, esa separación que fue, que es física, que es real, da mucho espacio y tiempo para pensar. permite elaborar, reconstruir ciertas zonas de uno mismo que la costumbre o la pereza hacer olvidar. Aunque la vida puede seguir discurriendo en directo a pesar de la distancia, hay vivencias distintas de los que se separan, aunque las compartan. Vivencias que unen o alejan. Dan ganas de. Ir a la sala de espera del aeropuerto o a Atocha, Chamartín, solo por dar una alegría a alguien. Nunca se sabe.
Si que es triste....
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