Recuerdo un día de septiembre, tras el largo verano infantil, los niños fueron apareciendo por el parque. Hacía calor y Madrid estaba casi vacío.
El parque era su lugar de reunión, el de los niños. Se había dado la circunstancia de que un grupo de padres llevaban a diario a sus hijos a rebozarse en arena, tirarse por los columpios, jugar al escondite, aburrirse muertos de risa. La consecuencia es que no querían marcharse de su lugar de encuentro. ¿Hoy no vamos al parque? Como si del mismo Hyde Park se tratara. Cuatro acacias medio peladas aguantaban en el recinto vallado, con cuatro bancos de madera, papeleras rebosantes de restos de merienda y unos columpios muy básicos. Los mayores podían salir del recinto con el balón, Frisby, o motivo de paseo y conversación. La constancia y la complicidad entre los adultos hizo su magia y los niños se hicieron amigos, establecieron sus normas, ayudados por los padres con exquisita o bruta discreción, según. Y construyeron su pequeño mundo. Solo había chuches los fines de semana, salvo excepciones, que ellos tomaban como tales. Discutían la injusticia, pero aceptaban las diferencias. Ellos se organizaban los turnos, evitando abusos en los columpios. Ellos protegían a los pequeños y les defendían de los más brutos. Había padres excesivamente protectores que eran, poco a poco educados y aceptaban no inmiscuirse más allá de lo estrictamente necesario. Había padres en el chiringuito, dando berridos a distancia, borrachos de coca cola y pretendida autoridad. Abundaban las cuidadoras, nuevas niñeras o "chicas", unas pasotas y cotillas, otras funcionaban como un niño más, revolcándose y jugando como y con los niños de los que eran responsables. Al llegar la hora de retirada, a pesar del cansancio, los niños disimulaban regateando minutos de amistad, miraban por si sus padres estaban entretenidos, para seguir jugando. El cambio de actividad nunca es grato.
En el parque un día apareció un niño chino tan gordo que no se sabía si tenía los ojos abiertos o no. Fue motivo de pesadilla para más de uno. En el parque a Claudia le enseñó su amiga, tan larga como ella, a atarse los zapatos. También le reveló misterios de los que no tenía sospechas, relacionados con la Navidad y los dientes caídos. En el parque no había consolas ni móviles. Una niña de rizos dorados recogidos con lazos de raso. Uniformes con coderas cuando se fueron haciendo mayores, faldas remangadas. Niños de pelo largo, más que el de muchas niñas. Afinidades elegidas en libertad, en un mundo ajeno a estereotipos.
En el parque había familias numerosas, hijos únicos. Muchos iban merendados de casa. Botellas de agua compartidas, retando contagios, fortaleciendo inmunidades. Los juguetes se prestaban si se llegaba a un acuerdo entre dueño y peticionario con la condición de reembolso al día siguiente sin excusa. Ese era el trato. Sin clasificaciones de egoísmo para el que, por la circunstancia que fuera, ese día se llevaba su tesoro a casa. En el parque quedaban niños escondidos detrás de los bancos, esperando a que les encontraran. En el parque había marujeo y amistad. Yo, que tan poco frecuenté en mi niñez al parque, teniendo a mi vera uno que ahora es quinta; fui muy de parque, dejando de lado el desorden y la cena, que se apuraban mezcladas con los baños tareas. ¿Qué diría padre si supiera que la Fuente del Berro es ahora una Quinta? El parque de abajo, prohibido en mi infancia, es lugar de visita obligada, con los pavos reales, que cuando no les hacíamos caso, los había a montones y ahora están contados, machos y hembras. Las escaleras de huella de tamaño absurdo, en las que nos dejamos las rodillas, los patos de collar, la media luna, que debió ser en su día un cenador que albergó declaraciones y susurros; la cascada, mucho más elegante que ninguna del Retiro. Sí, la Fuente del Berro es Quinta. No así el parque de Chamberí, que no es ni parque. Pero lo importante son las personas. Como siempre.
Un día de septiembre, con cierta cautela, se adentró Claudia en el territorio casi vacío del parque. Conocía cada esquina, cada rincón, los muelles rotos y las maderas con astillas. El seto donde esconder los más preciados tesoros y la casita conde Laura se hizo novia de Juan, tenían ya tres años. Eran mayores. Los niños del parque se conocieron cuando aun llevaban pañales, y alargaron su infancia de escondites con sus lazos.
Un día de septiembre entró Claudia en el parque. Vio a Rodrigo en la casita, sentado, esperando a que llegara algún amigo, a que se acordaran de él. Tres meses son mucho a los cinco años, a los seis. Entró claudia en la casita, y sin saludar, le dijo “¿jugamos a papás y a mamás?” Rodrigo contesto “Claudia, soy Rodrigo” Y Claudia se llevó la manita a la frente, en un “es verdad” y se pusieron a hacer agujeros en la arena y a perseguirse, hasta que llegaron los hermanos de la casa azul, uno fue con Claudia, el mayor, se tumbó en un banco ella y él era el médico, el pequeño traía unos coches que Rodrigo y él estrellaron tirándolos por el tobogán. Llegó Juan, que será notario de mayor, con las rodillas al aire, como en invierno y todos se reunieron en torno a él, traía montones de historias. Apareció Felipe, le habían regalado una sillita para muñecos cuando nació su hermana pequeña, él la usaba para llevar el balón de fútbol. Cada uno es cada uno y cada cual con su cadacuala. Forzar la vida no tiene sentido. La vida tiene su propio guion. Deberíamos aprender de los niños. Ellos ven, miran dentro de los demás. Ni un jersey rosa hace femenino a un hombre ni un pantalón masculina a una mujer. Pendientes y juguetes, coches y muñecas, son mismo.
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