La situación siempre es la misma. De pronto alguien se pega un porrazo. De los buenos. Y otro es testigo. El que se cae, quisiera estar solo en el mundo y llorar a gusto, que le teletransporten a un hospital porque además del orgullo y la vergüenza, le duele hasta el alma. Lo ha visto entero: él mismo se ha liberado de su torpe corpulencia y desde un ángulo perfecto ha diseccionado en fotogramas el trompazo. En esa milésima de segundo que separa la situación de equilibrio del trastazo, se ha dado cuenta de todo; se caía: un adoquín roto, ese escalón que ha olvidado, el desnivel; la esquina arrugada de la alfombra; una hoja que el otoño ha desvinculado del árbol y tapiza, mojada por el rocío, la acera. El que se cae visualiza el trompazo antes casi de que empiece. Ese cordón suelto del zapato, la suela lisa que ha favorecido el patinaje, ese zapato inadecuado para el día. ¡Y zas! Tan largo como eres, tendido acabas, de bruces, manos en aspa. Nariz rota, mano escacharrada, codos espachurrados, húmero en trocitos. ¡Estoy bien, estoy bien!
Una vez en el suelo pasan las imágenes del sucesos, las viñetas animadas, que accionas con el dedo en la esquina del librito y reproducen el suceso. Del antes, del por qué, del durante. Es una actuación, dijo mi madre. El cuerpo mismo te dice que ya está bien, que como tú no eres capaz de ver y nombrar lo que es evidente, te lo tiene que decir él. Te frena, te zarandea; para que mires de una vez de cara a lo que te rodea, lo que te pasa. Tuya es la decisión de hacer caso o no a la advertencia. Si no, volverás a caerte, hasta que te pares.
Enseguida se acercan los espectadores, conteniendo la risa. Porque las caídas fortuitas siempre provocan hilaridad. Tú te has recompuesto, como si nada. No sabes dónde están tus gafas, la falda estiradita, que no se te vea nada. Una carrera en la media, es lo único que te preocupa. Eran nuevas. Un roto en el jersey que me habías regalado, tan suave, tan bonito. Sí, sí, estoy bien. En caliente solo te duele el orgullo. Pero el amable y dispuesto caballero que tiende su mano hacia ti, una vez calmado su instinto inicial que hace comedia del absurdo, insiste en ayudar. Tu sonríes, “estoy bien” y quizá te sangra la nariz, la rodilla derecha te late. Pero solo quieres salir de ahí, que nadie te haya visto, saltarte el último minuto.
Puede que no sea en la calle, sino llegando al cine, a una cita, una reunión. La cena, a la que en realidad no has llegado tarde, y además ya da lo mismo, la puntualidad se ha interrumpido con tu planchazo y los relojes se han parado. La sopa no se enfría. Has lanzado todos los papeles, se te ha abierto el bolso y tus secretos esparcidos sin pudor, están siendo cortésmente recogidos por los invitados. Si tienes tablas, quizá te retires un segundo y te atuses en el baño, y pasas el trago como puedes, ya te dolerá luego.
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