Son las siete y cuarto. El avión sale a las 9:30. Me pone mala llegar tarde al aeropuerto. Ya tengo mis manías. No han abierto la facturación, ni hay azafatas aún. Sé que se trata de un vuelo doméstico y que con una hora de antelación hubiera sido suficiente. Me apuesto algo a que Juan ha facturado por Internet, que llega en el último momento tan tranquilo. Fijo que le llaman por megafonía. Le encanta que digan su nombre por los altavoces. Le pone. Por fin yo facturo y me voy al embarque. Paso de esperar. Sé que es un gesto feo. Somos compañeros, somos amigos, vamos de viaje los dos solos, deberíamos también sentarnos juntos. Me da igual. O no.
Tengo 55 años y él, otros tantos. Un par más en realidad. Es tan coqueto que se aplica un coeficiente reductor. Y a mí un coeficiente de mayoración. El muy canalla. Nos conocemos bien. Tiene gracia. Además es un hombre bueno de verdad, con un corazón enorme y un estupendo sentido del humor... Ahora que lo penso… siempre me ha gustado. Y... ¿yo a él.? ¡Caramba! No sé por qué se me ocurren estas cosas en este momento. Es cierto que es la primera vez en 30 años que vamos a estar a solas más de un cuarto de hora. Nunca antes se había dado esta circunstancia, ni en la facultad, ni en el coche, ni en el ascensor, ni en el despacho...
Los dos estamos (o somos) solteros. En este momento no tenemos pareja, en realidad, desde hace tiempo ya. No es que seamos unos solitarios empedernidos. No hemos sido ni él un cura ni yo una monja... Sobretodo él. ¡Menudos ligues se ha echado! Las he conocido a todas. Las de una noche, las que querían casarse, las frívolas. Todas acababan claudicando. No sé por qué. ¿O sí? Él conoció a mi pareja (Andrés), claro. Yo he sido algo más constante, sí. Pero Andrés pasó de largo: igual que vino, se fue. ¡Ay! Estoy nerviosita. Recorro las tiendas intentando distraerme.
Me pregunto ahora cómo surgió este viaje. ¿Por qué nosotros? ¿Por qué teníamos que venir los dos? Y le imagino recogiendo en su casa, haciendo la maleta, volviendo a entrar porque ha olvidado algo. Le veo charlando, explicando alguna de sus peculiares teorías. ¡Qué risa! Es que es genial. Tengo ganas de que llegue ya, me apetece verle. Con su aspecto de caballero andante. Esa pinta de galán antiguo, siempre cortés. De su boca no salen más que palabras afables o divertidas. Sus gestos atentos. Una mano extendida para ayudar a cualquier dama a ponerse el abrigo. Pasa tú por favor y me da un toque ligero y contundente en el centro justo de mi espalda. ¡Qué respingo! Me electrocuta cuando me toca. ¿Sentirá él lo mismo? Un día estuve fijándome en cómo se para cuando pasa cerca de mí. Cómo abre los brazos cuando me siento a su lado. Cómo dirige su cuerpo hacia mí incondicionalmente, haya quién haya en la habitación. Trataba de ver si su comportamiento era igual con todas las mujeres. No. En realidad siempre he sabido que le gustaba. ¿Y cómo puede ser que hayamos estado así? ¿Cómo hemos podido pasar más de 30 años estudiando codo con codo, trabajando juntos, siendo vecinos? ¡Sin vernos! No lo entiendo. Ahora recuerdo su risa, sus manos, imagino sus labios y solo se me ocurre callar esa verborrea a base de besos. No sé cómo es el tacto de sus manos. Frío, sospecho. Y seco. ¿Cómo surgió este viaje? Ni idea. Creo que nuestro jefe ha decidido intervenir y darnos un empujón.
Siento sus dedos al final de mi espalda. No puede ser otro. Noto su firmeza, su contundencia y a la vez la infinita delicadeza de su contacto, a través de mis múltiples capas de ropa. ¡Ay madre! Mal empieza. Me giro muy, pero que muy, despacio, a cámara lenta, no quiero que quite la mano. La deja quieta mientras me doy la vuelta, sin dejar de tocarme, presiona sobre mis “carnes” -sí, estoy gordita ¿qué pasa? Gordita y prieta- y la apoya finalmente en mi cadera. Si la hubiera quitado... me habría caído al suelo seguro. Sonrío toda entera, con la mirada, con la boca... Él también. Estoy entregada. Como una quinceañera. Miro hacia arriba, a dos palmos de mi cara. Solo veo sonrisa, sus dientes desordenados y sus ojos de agua. Se inclina ligeramente, roza la comisura de mis labios con los suyos y se entretiene un instante más de lo necesario. Suficiente. Toma mi mano en la suya, como para alojarla allí. Está calentita, un refugio en ese Londres helador. “Vamos a perder el avión”
“This is the last call for flight number 2O89 BA destination Aberystwyth... please passengers proceede to gate number 2”
“Es el nuestro” y se ríe... Lo sabía. Es que no se puede aguantar. Ya en el avión amañó los asientos no sé cómo. Consiguió que nos cambiaran a primera en un par de gestiones. Y allí, en ese breve vuelo de Londres a Aberystwyth, donde íbamos a recoger unas semillas para nuestro vivero, en ese ratito empezó todo. ¡Lástima que el trayecto no durara más que un par de horas –a mí me pareció un segundo-! Nuestras manos no se separaron en todo el viaje. No sé muy bien de qué hablamos o por qué nos reíamos. Trajo champán la azafata. Brindamos con ella. Y seguimos charlando, como dos adolescentes, como dos críos que nunca antes se habían enamorado. Descubriéndonos el uno al otro, felices.
Al llegar a Aberystwyth diluviaba. Fuimos al National Institute of Research (NIR), esa es nuestra segunda casa, somos los guiris más queridos, bueno, a lo mejor somos los únicos españoles que pasan por allí con tanta frecuencia. Pero la verdad es que conocemos a todo el mundo, desde los conserjes al director. Enseñamos nuestra documentación -hay formalismos inevitables-, nos plantaron nuestras pegatinas fosforitas en sendas solapas y subimos a la planta tercera. Allí Rachel nos atendió cordial y atenta, como siempre. Resolvimos nuestros asuntos con eficacia y rapidez. Y nos acompañó diligente al terminar, al ascensor, deseándonos buen viaje de vuelta.
En la calle nuestras manos se juntaron solas. Había dejado de llover. Gales puede ser un país alegre: cuando el sol gana la batalla a la rutina de la lluvia, deja el cielo limpio y el aire fresco. Las calles estaban mojadas y el mar blanco de tanta ola enfadada chocando sin parar con los muros del paseo marítimo. Algunos pescadores se apostaban a probar suerte. El olor a lluvia y a mar mezclados. Las gaviotas tomando posesión de la playa. Llegamos al pub que está al final del todo. Habían colocado las sillas en la terraza. Un par de cervezas rubias y un paquete de Marlboro y allí empezó todo.
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