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25/09/2018

DEL CONSULTORIO O DE URGENCIAS


Vas al consultorio. Tu médico de cabecera te ve la cara y ya sabe que tienes algo más que el aparejo torcido.  Ya te han mandado en directo desde recepción a la consulta en la que menos gente hay porque se dan cuenta de que algo te pasa. Y no puede esperar. En la sala de espera está Paquita que va todos los días a primera hora. Cuando acaba la casa. Antes de ir a por el pan. Se pasa un ratito a ver al médico. Saluda cuando no llega la primera. Después aparece Doña Jimena. Como si hubiera quedado. Hasta los labios se ha pintado. Da los buenos días.  Resopla. Hija, desde que se murió Andrés. Tiene la espalda machacada.  ¿Por qué hora van?  Tú, que no tienes costumbre y no has pedido cita, no sabes a lo que se refiere; disimulas porque no quieres que piense nadie que te cuelas. La verdad es que estás hecho polvo. La quemadura que te hiciste a lo tonto tiene cada vez peor pinta. No reconoces tu brazo, temes por su integridad. La de floristería está en la silla de al lado. Te mira como al nuevo de la clase. Con esa desconfianza mezclada de la superioridad del experto. A éste no le pasa nada. Ella aprovecha que abre a las 10 para darse una vuelta.  Le ha salido una erupción por los abonos y los productos que echa a las plantas en la tienda. Cuándo no es eso es otra cosa. Es una profesional. Coleccionadora de recetas y medicamentos.

“Edelmiro Guerrero”. Eres tú. Te miran con recelo. “Acaba de llegar” murmuró Paquita sabionda. Cabeceos cómplices llenan el ambiente.  En médico te manda al hospital en directo. No pide ambulancia porque vas acompañado.  Y ahí empieza lo bueno. Al llegar a las URGENCIAS. En la sección de “filtro” te toca una pazguata que te quiere mandar a otro hospital.  Eso después de una hora esperando para que te clasifique. Miras alrededor y sabes que eres el último. Uno se lleva la mano al vientre para sujetarse las tripas. Otro está verde. Otra tirita. En fin. Un espectáculo. La pazguata se hace la interesante y llama al jefe de la guardia.  “Vale. Te la mando”

Sigues la línea amarilla.  En los hospitales ya no vas a cirugía o a rayos, sigues líneas de colores pintadas en el suelo. Es más digno ser oveja. Cuando se acaba la línea amarilla te parás. El    pasillo se ha enganchado un poco y han colocado sillas atornilladas a la pared. Asientos endebles.  La mitad vencidos por el peso de algún comedor de hamburguesa compulsivo.  Lo llaman sala de espera. La señora de las gafas de sol gigantes ha traído a su marido “pero la que esta mala soy yo. Si hija es que no sabes cómo me duele. De vacaciones nada, mona. Serán para él, porque yo me he pasado el mes guisando. Y no sabes cómo se pone todo con la sal y la arena. Que si un día los cristales, el sol se lo come todo, los cuadros y las alfombras y no te digo nada de la tapicería de los sofás. No he pisado la playa. Espera, que sale el médico”. Juan quiere ir al baño, pero lleva tres horas esperando y teme que le llamen en plena micción y se le pase el turno. Es joven y atlético.  Escribe mensajes compulsivamente con la mano zurda porque la diestra no hace falta ser sanitario para diagnosticar que la tiene rota. Su volumen triplica el de la otra.  Parece un globo recién hinchado.  Pero no le hacen la radiografía.  El médico está explicándole a una petarda cuantos Ibuprofenos tiene que tomar. Ella solo quiere que te los regalen. Va a medicarse a sentimiento. La pareja extranjera de jovencitos ha tenido una noche loca. Él está en una silla de ruedas. Se ha quitado los zapatos para enseñar unos pies con roña y olorosos. No sabe sentarse. Se desbarata. El culo de su pantalón cagao desliza sobre el asiento.  Ella detrás, sentadita.  Junta las palmas como pata rezar. Las pone debajo de una oreja. Inclina la cabeza y se queda roque.  Herminia y Julián vienen de Mallorca.  ¡Qué envidia de color dorado! No les ha dado tiempo a cambiarse. Sandalias de cuero hechas a medida. Falda y camisa ligeras ella. Él va vestido de marinero. Herminia se ha caído al entrar en casa. Tiene la cara hecha un cuadro. Aún más cuando sonríe a sus hijas.  “Nos os preocupéis no cosa nada”. Esperan pacientes sin arquear la espalda.  Con el ejemplo a seguir.  Carmen va con muletas y recorre mil veces la sala. Esta coja, pero hábil. En cuanto abren una puerta corre renqueando a preguntar.  Cualquiera diría que se quiere colar. En realidad, la enferma es la madre. Aparcada en una silla de ruedas propia. Conducida por la hermana pequeña. Menos social, pero haciendo su labor.  Y por fin Pablo. Vive en la sierra. No se ha enterado de los 40 grados que acechaban ayer y hoy se han instalado en la capital.  No se quiere quitar el forro polar porque debajo lleva camisa de lana empapada de sudor a estas alturas. Botas de cuello alto y pantalón de pana completan el atuendo. A lo mejor es atérmico, o esta malo de verdad.

Pero falta lo mejor.  Sale la enfermera. Pregunta por Leonor Pérez. Leonor obediente se levanta y atraviesa las puertas del misterio.  Al minuto un chaval vestido con pijama verde, que no tiene edad para conducir, sale del otro lado del espejo, mira el papel que lleva en la mano, levanta la cabeza “Leonor Pérez”. La sala de espera se rebela.  Está dentro. ¡Jaaa!.  Y el murmullo. “¿Pero cuantos años tiene ese niño?”.  Es una medida disuasoria para quien no esté malo de verdad desista. Pablo se quita el forro polar, la parejita se incorpora, Herminia y Julián sonríen. A Pablo se le va deshinchando la mano a medida que van saliendo yogurines vestidos de verde recitando nombres. A ti el brazo te parece que ya está estupendamente. Estás con un pie fuera cuando oyes tu nombre de nuevo. Atraviesas la puerta del misterio siguiendo a un chaval que va disfrazado de médico. Con el fonendo en el bolsillo grande y en el del pecho un montón de rotuladores. La mirada segura detrás de unas gafas de pasta. Cruzas los dedos para que haya algún "mayor" en la consulta. Porque nadie oye lo que piensas y además te contienes. La realidad es que en tu imaginación te están arrastrando hasta esa puerta y tu quieres volver con tus amiguitos de la sala de espera.

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