Hay una generación que se lo debemos todo, o casi
todo; que no es lo mismo, pero es igual, a Salinger. A Salinger y a su
guardián. O a Salinger y su guardián. O al Guardián de Salinger. No lo sé.
Da igual casi lo que
contara el libro. Aunque es lo más importante, lo que cuenta. Da lo mismo la
historia. Aunque la historia es la esencia. Pero cómo lo cuenta. El camino que
descubre, a través del lenguaje para filmar el trozo de vida que narra. Es fascinante.
Limpio, fresco y tan directo que da susto. Quita todos los filtros de los que
el lenguaje convencional dispone, para edulcorar y hacer bello el relato.
Desnuda el cuento. Le quita la piel.
Le debemos a Salinger.
Porque nos enseñó que lo que se siente se puede decir tal cual; que existen
palabras, expresiones, para todo aquello que bulle en tu alma. Que es mucho más
sencillo. Y doloroso. Que basta una sola voz. Una interjección resume el dolor
y la alegría. Nacieron vocablos viejos que en nuestra boca eran una seña
identificativa de comprensión. Porque sólo quien se había leído “El Guardián”
podía utilizar la palabra cretino con propiedad. Se estableció una red de
comunicación secreta por la que todo aquél que había leído el Guardián,
pertenecía, sin saberlo a una sociedad que nació a la sombra. Teníamos algo en
común de lo que no era necesario hablar. Y era mágico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario