He llegado a la
conclusión de que su madre es mala. No puede ser otra cosa. O su padre. O los
dos. No se oye otra cosa más que su llanto en cuanto cae el sol. Llora, llora y
llora sin consuelo y de pronto una voz masculina suelta “a dormir” y él
enmudece para coger fuerzas y volver a berrear. Visualizo que ocurre en cuanto
sale por la puerta el de la voz grave. Aunque estoy empezando a imaginar,
después de noche tras noche sin consuelo, que la instrucción la puede dar desde
otro cuarto, sin levantarse, el padre, mientras afila los cuchillos para la
próxima maldad que maquina. Mientras escucha las fechorías de las que se
enorgullece la madre al atardecer. Mientras se quita el disfraz de persona con
el que tapa su traje de bruja. “A dormir”. Y ya está.
Los niños cuando
lloran, lo hacen para comunicarse. Porque no saben hacerlo de otra manera. Pero
a este pobre chaval, que ya vuelve con deberes del cole, no le calmaron en su
día. No le cambiaron el pañal ni le arrullaron y ahora llora porque lo ha hecho
siempre. Llora por todo, no porque sea un mimado o esté malito, llora para
dormirse, como hacía de bebé cuando tenía motivos. Cuando no le calmaron,
cuando lloraba por sed, hambre, por lo que fuera. Ahora lo hace por costumbre.
Es su forma de encontrarse con el niño que fue, de conciliar el sueño. Y de
tanto llorar me va a hacer llorar a mí también. El que no quiera tener niños
que no los tenga. Y el que se crea que hay que dejar que los niños lloren hasta
que se hagan mayores, pues que tampoco tenga hijos. O que vivan muy lejos. Que
no quiero verlos.
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