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22/09/2022

INCRUSTADO GPS

No sé si me pasa solo a mí. A veces las pequeñas miserias con las que uno se siente solo en el mundo; resulta, que las cuentas  y es el pan nuestro. Pero el miedo al ridículo, a abrir la boca y escuchar una carcajada o, lo que es peor, cruzar una mirada gélida con tu conseguido escuchante, paraliza la espontaneidad. Ese temido: ¿De qué habla esta?. Es el maldito qué dirán, y el pudor, que nos dejan solos con nuestras cuitas, para que con ellas nos entierren.

Todo esto lo digo por lo que me ocurre cuando voy sola en el coche, yo, que he nacido con el don de la desorientación, gen que es posiblemente paterno, pues mi padre siempre se dejaba guiar por mi madre. Hay que decir que mi madre no conducía, por lo que sus indicaciones tenían el ritmo y cadencia  acorde  con la velocidad de peatón o como mucho "biciclista", porque le encantaba montar en bici. Cuando no iba con ella, recurría a ciertos trucos; uno de ellos, súper práctico, era pasar por el Hospital, el de mi madre, desde ahí todo era más sencillo. Por mucha vuelta que diera. Teniendo en cuenta la ubicación del Hospital  de la Princesa, en Madrid (antes conocido como Hospital General del Estado) se entiende el disparate. Porque no es la plaza mayor, no. Pero a él le servía. Es como vivir en Segovia y tener que pasar por Corpus o la plaza de la Merced, para ir a cualquier sitio, ya sea San Miguel, San Esteban o el Azoguejo. Él usaba su referencia, que se permitió ampliar con las casas de amigos y parientes y las hijas. En el monte jamás se salía del camino. 

El caso es que, para mí el GPS, navegador, Google maps, ha sido una bendición, el invento del siglo. Ya nunca estaré sola. Se me han enfadado pilotos, siendo yo copiloto, porque era incapaz de saber si babor o estribor. Babor izquierda, estribor derecha. Me confundo en la brújula, no me entiendo bien con los puntos cardinales.  Por eso soy feliz con el GPS. Lo pongo, aunque sepa cómo ir, me reconfortan sus instrucciones y esa masculinidad pausada con la que me indica. Esa insistencia discreta,  en la rotonda tome la primera salida. Gire a la derecha. Sus pequeños errores, como llamar a la nacional VI, la ene uve i. Me hacen gracia. Ya he conseguido que me tutee. Dentro de nada me llama por mi nombre. Me aporta una especie de calma, de seguridad extra. Será para compensar mi baja autoestima. Será. Objetivamente tiene sus ventajas, en caso de conocer el camino: Que si un accidente con su recomendación de ruta alternativa.  Que si una gasolinera cercana o un restaurante que me ha entrado el apetito. Aquí Repsol y la siguiente Campsa o Galp. Cositas. Lástima no poder interactuar para darle las gracias. 

Eso sí, es llevar a un hijo al lado y esa sensación de que se va a ocupar otro es una simple ilusión. Introducen con destreza (lo hago yo, mamá) la dirección en el teléfono o en el navegador del coche y es su última implicación en el camino. ¡Buen camino! Cambian inmediatamente de actividad y pasan al auto encargo de poner la música, por ejemplo, para lo cual bajan el volumen del navegador. Miran, que no siempre leen, sus mensajes y a veces, que no siempre, contestan. Comprueban sus redes sociales, vídeos de tic toc. Si tienes suerte, te dan conversación y charlan. Siempre atentos a llamadas y otros estímulos a través de su teléfono. Tengo que contestar. Ese momento suele coincidir con una bifurcación, con una glorieta de siete entradas y salidas, con un cruce endiablado, la decisión peaje o no peaje. Ahí, si la fortuna te sonríe con la cobertura, suele ser el punto en el que tu hijo atiende una llamada.

Tú has advertido que no sabes ir, que te avisen y estén atentos. Ellos comprometidos afirman con seguridad: Yo me ocupo. Pero una cosa es lo que dicen y sus buenos propósitos, y otra lo que hacen. Y no hay maldad ni desinterés en su conducta. No. En primer lugar, los hijos cuentan con que los padres saben el camino. Lo conocen en sentido real, pero sobre todo en sentido figurado. Por ese don que te atribuyen, como padre, autoridad, no pueden ni imaginar que realmente les necesites para llegar a ninguna parte. Piensan que es más bien un deseo de implicarles,  de hacerles partícipes de una responsabilidad o un logro en cuanto a llegar a destino. Y mucho menos después de haber hecho el paripé de meter la dirección en el cacharro correspondiente. Es como si el coche tuviera unas instrucciones incrustadas en su alma artificial. Da igual si estás haciendo la ruta de todos los días, como si te has trasladado a Camberra, capital, sí, de Australia, y tú te diriges a Sídney, donde disfrutará un año durante su vida de estudiante. Magia con precisión.


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