La esencia de Italia se olvida con el estómago. Dicen que al hombre se le
conquista por ahí. Ni idea. Lo que
ocurre en Italia cualquiera que sea el destino, las coordenadas; es que el caos,
el desastre se borra a la hora de la cena.
Aeropuerto de Livorno. Vuelo de British Airlines, gestionado por Lufthansa.
Un suponer. Proveniente de París. Arrivo a Livorno con 15 minutos de
antelación debido a la destreza del piloto. La ventaja se diluye en la espera
de pista. Se convierte en retraso debido a que el personal del aeropuerto que
se encarga de bajar las maletas que nos han obligado a entregar para guardar en
bodegas dada la estrechez del aeroplano, el personal está en la pista
equivocada, llega el equipo de fútbol local y han acudido dar soporte después
del último batacazo en la liga. Por fin el pasaje desembarca en la terminal.
Después de recoger las maletas de la cinta sin retraso todo parece que se reesquedula y vuelve a su orden. La familia se dirige al mostrador de MKINA. Nombre inventado de una compañía de alquiler de coches. Aunque la señalética es deficiente, funciona muy bien el boca a boca. Enseguida cualquiera que haya reservado un coche sabe a dónde debe dirigirse. El estilo mediterráneo de la comunicación funciona sin Wifi.
Hay 15 compañías con sus 15 mostradores que se dedican al negocio del alquiler de coches. En cada una de ellas se sientan expectantes tres uniformados trabajadores. Están solos, esperando clientela. ¿Todos? No. En el mostrador de MKINA están atareados. Hay una cola de gente esperando de unas 15 personas. Bien pensado no son tantas. Hay cuatro señoras atendiendo. Al cabo de una hora, el mismo cliente sigue con los codos en el mostrador. Nadie sabe qué problema tendrán. En la cola hay cierta desesperación contenida. Por fin avanza un poquito el servicio. Cada vez la distancia entre los pacientes conductores y acompañantes es menor. Se baraja la posibilidad de compartir vehículo. La diferencia de destinos impide el arreglo. Al cabo de dos horas de espera los viajeros llevan en la mano el contrato, carnet de conducir y la visa. Están dándolo todo para aligerar, incluso la actitud. Solo hay risas entre ellos y miradas de complicidad. Por fin nos toca el turno. Es la una. La hora de comer. Entonces un calambre recorre el grupo. La imagen de la persiana echada es una visión que se aparece de pronto. Son capaces de cerrar para ir a comer. Ya nos atienden, no hemos puesto pegas ni obstáculos, en cinco minutos lo tenemos listo. Estamos esperando su vehículo. Bueno. Sonreímos. Y de pronto aparece una señora muy elegante con las cejas pintadas en la cara desnuda. Luce pamela cubriendo su pelo níveo; media melena. Se ha saltado toda la cola. Ahora sí que hay nervios. Además, a esta hora. Puede pasar cualquier cosa. La señora reclama ser cliente habitual y que quiere las llaves de su coche. Las señoritas que atienden le dicen que la gente lleva dos horas esperando que no le pueden dar las llaves del coche. Ella dice que cómo va a esperar ella dos horas. Se oye un "como todos" al unísono. Si se repite entramos en resonancia. La señora de la agencia se sugiere que deje su tarjeta de crédito y vaya a hablar con Andrea, sea quien sea Andrea. La de banco se niega. Sugiere que le den el contrato, lo firma y ya está. ¡claro! Eso mismo pensamos todos. Por eso llevamos dos horas esperando. Es el máximo ya está, el momentito. El revuelo entre las de uniforme aumenta. Vaya a hablar con Andrea. ¡Y se va! Lo mejor de todo es que cuando se llega al mostrador se descubre una ventana titulada "preferente ". La sospecha es que por ahí atienden a quien les da la gana. Y de pronto ocurre. Una de las trabajadoras mira el reloj. "Habrá que comer". Se levanta y cierra su sitio. Estamos a punto del ataque de risa, pero ya se ha encendido la pantalla para estampar la firma. Ahora no, que nos quedamos sin coche.
Italia cumple todos los clichés del desastre del caos. Ocurren los disparates más insospechados sin levantar la voz. Eso mismo pasa en España y tiene que intervenir la guardia civil. Pero en Italia no. Se consumen a gestos, las yemas de los dedos juntas. La barbilla hacia arriba. Es así. Y así sobreviven. El imperio romano dejó su huella y de ella vive el pueblo italiano. De la estructura que, heredada de esos antepasados de lujo, Dios les dio.
Eso sí, es llegar a lo que sería un bar de mierda, elegido al azar y pedir que te traigan lo que quieran, lo que más le guste al cocinero, que se te olvida por qué un día dijiste que no volvías a Italia.
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