Los miopes somos de dos tipos; los primeros pertenecen a la rama antipática, que mira con ojos de no ver. Hay quien se ofende con ellos, les tacha de maleducados, obvian su incapacidad. Es una minusvalía muy poco considerada por algunos. Y la otra es la rama imprudente, que saluda a todo el mundo.
Yo pertenezco a la segunda. Decidí ponerme gafas el día que, queriendo coger el autobús 21, me subí al 53. Para quien no viva en Madrid, semejante confusión es un drama. Supone que te vas a la Puerta del Sol en vez de a Moncloa. Total, nada. Para unas prisas. No es que antes no hubiera apreciado que tenía problemas de vista. Fruncía el ceño ya de niña. Y me sentaba en primera fila. Pasé por empollona y enfadada gran parte de mi adolescencia por no confesar abiertamente que no veía tres en un burro. Mi madre, que nos creía perfectas a las hermanas, ni siquiera barajaba la posibilidad de que una de sus hijas fuera miope. A mí no ha salido, desde luego, que yo tengo una vista estupenda.
Me han pasado un montón de anécdotas con esto de no ver. Desde meterme en un coche que no era el mío, con mi hija y sus amigas al recogerla del cole; o más atrás en el tiempo, con mis propios amigos, sorprendida de que no arrancara, por algún motivo que desconozco, conseguimos abrir la puerta. En la playa he recorrido quilómetros hasta encontrar a mi familia, yendo y volviendo, hasta que un alma caritativa me hacía un gesto, pensaban que quería seguir andando. O no me echaban de menos. A saber. Cuando estudié en el extranjero, ya me dejé las gafas fijas. Antes las usaba solo en clase. Me di cuenta de que no oía bien sin ellas, y entendía peor. Un día, en la oscuridad de un pub, al volver del baño, me senté en las rodillas de un chico, desconocido. Creí que no había nadie. El susto que me di cuando se empezó a mover fue morrocotudo. No fue inmediato. El chaval se debió quedar tan alucinado de que me hubiera sentado encima de él, que hasta que no empezaron a darle calambres no se movió. Un día, por el pueblo, cuando alguien nos presentó, él dijo: yo te conozco, te sentase en mis rodillas. ¡Madre mía!
Hoy tenía cita en una clínica para operarme de la vista. He ido andando, por si me hacían alguna picia, poder volver de manera independiente. Casi en la puerta veo una cara conocida, cosa rara en mí. Un compañero de trabajo de nombre poco común, Baltasar. Le llamo por su nombre, no se inmuta, pruebo otra vez. Me mira. Le planto un par de besos post pandemia, sonoros, cogiéndole con confianza del brazo. ¿Qué tal? Bien. Yo: Vengo al médico. ¿Sabes que me pusieron una multa? El: ¿sí? Yo, por lo de Aranda, una faena, por ir demasiado despacio. No sé qué voy a hacer. Era un tema de trabajo. ¿Cómo lo explico yo a la guardia civil? Él comprensivo, asintiendo a todo y sin dejar de sonreír. Se ha quitado, educado, las gafas de sol. Yo empiezo a sospechar que no sé con quién estoy hablando. Pero he comido lengua, le sigo contando, simpática y dicharachera. Cuando le permito meter baza me dice que como tiene la oficina en Ortega y Gasset, va dando un paseo desde casa. No es Baltasar, no tengo ni idea de con quién llevo diez minutos charlando. Nos despedimos en el mismo tono afable y amistoso. No tenemos oficinas en Ortega y Gasset. ¿Ortega y Gasset? ¿Pero de qué pueblo es? Este chico o no es de Madrid o es de después de Franco, de democracia pura. Porque los de mi quinta a Ortega y Gasset le llamamos Lista, por brevedad y nostalgia de la niñez. Pero no es Baltasar. Paradójico que vaya a que me vean los ojos. Lo mejor: ¡están perfectamente graduadas las gafas! Pero eso no lo sé hasta dentro de un rato. Ahora estoy en modo tierra trágame. Entro en la clínica y no sé si reír o llorar. Como voy sola escribo a mis compañeros de trabajo que se tronchan. Baltasar hoy está en una reunión en Berlín. No era él.
Resulta que los miopes somos el futuro. Siempre he pensado que la evolución
no debería haber permitido la miopía. Que en la prehistoria el hombre que no veía
de lejos, era hombre muerto. Que estaba diseñado para atisbar, para la caza, la
larga distancia, el alistamiento. Al cegato, el antílope se lo zampaba. Punto. Posibilidades de supervivencia,
mínimas. Extinción segura de los
portadores de tal gen, si es que de un gen se trata ser miopes. Y así fue, me
explica la fantástica médico que me atiende. Es la primera vez que verbalizo
eso y no me toman por loca. Pandemia de miopía.
Somos los mejores. No sé yo.
Los antílopes no se comen A los miopes,esos son los cocodrilos.Ten cuidado,que andan pegados al suelo
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