Un
buen restaurante antes se distinguía, entre otros muchos detalles, por el arte
de poner la mesa. Una hermosa mesa en casa, para recibir, indica el aprecio por
el invitado, la dedicación empleada en que todo quede agradable, bonito y rico.
Aunque uno sea un zoquete, lo agradece, porque da paz y armonía. Invita a la
conversación y al disfrute. Invita a quedarse, a estar a gusto. Los cubiertos
bien colocados, paralelos, a distancias iguales, tenedores ordenados, cuchillo,
cuchara, pala de pescado si es el caso. Cucharita de postre, sin dejar sitio a
la improvisación. Si son de plata, ya hasta sabe mejor todo, vasos de cristal,
copas ad hoc. De los que hacen música al pasar el dedo. Variable la calidad del
cristal y la vajilla, de la Cartuja roja o verde, o la que corresponda.
Completan la ecuación las servilletas de tela y el mantel lo mismo. Ya si son
de hilo te vas a encadenar a esa mesa.
Pues
bien, la pandemia nos ha impuesto el no reutilizar. Tan pendientes que
estábamos de reciclaje, se acabó lo que se daba. Hay que acabar con el puñetero
virus. Mantel eliminado. Individuales de papel con la carta impresa en
restaurantes es denominador común, servilletas de papel que a la vez protegen
cubiertos de usar y tirar. Los platos que protegen del viento los mantelillos
han de ser transparentes por razones obvias.
Empieza
la comida. Levantando el plato un poco para leer bien la oferta culinaria pues
la transparencia no es completa y se pierden los detalles, por fin los
comensales deciden la comanda. En la espera, hasta que con la bebida llega el
aperitivo de la casa, se buscan los límites del mantel, se escudriña algún
detalle mientras la charla. Se estira y alisa, como si se pudiera. Llegan las
bebidas. Entre los comensales siempre hay uno que, por nervios, tics o porque
quiere fumar y no puede, o porque es así; juega a quitar el papel con la marca impresa,
pegado a las botellas. Cuando de botella de plástico se trata, una Fontvella
digamos, la tarea es fácil, Solán de Cabras han optado por el color del
plástico y una diminuta etiqueta en el morro de la botella. Inteligente
decisión. La marca perdura, aunque falte la etiqueta. El caso es que empieza la
comida. El vaso se apoya en el mantelito dejando un cerco, porque rezuma
humedad. El impaciente desmigaja el pan,
no se puede aguantar, empieza a sembrar migas a su izquierda, o a su derecha si
se le acaba el suyo y ataca al del de al lado. Total. Son diez minutos de
espera y las botellas ya no tienen etiquetas sino un rastro de pegamento, el
papel se ha convertido en bolitas que siembran el borde de los bajo platos
mezcladas con las migas y el propio salva mantel que empieza a descomponerse.
Los nervios retocando los bordes en la espera.
Pliegues perfectos al principio, después las esquinas cortadas. Llega la
comida y pasa el rato sin que nadie altere más la mesa. Pero ese momento en que
toca pedir el postre, queda al descubierto el desastre individual. Las
servilletas hechas un burruño, antes ocultas bajo los platos, mojadas o sucias,
que ya no sirven para nada, todo queda al descubierto. Para disimular el
estropicio, algún avispado empieza a hacer barcos o aviones con trozos salvados
del mantel. El más listillo hace pajaritas. Eso sí, existe el comensal perfecto
al que nada de esto le ocurre. Estupefacto y sin una brizna de crítica observa
el desastre. Así es como queda una mesa de pecios en tiempo de pandemia.
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