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09/08/2020

PAPIROFLEXIA DE SOBREMESA


La pandemia ha instalado ya como definitivas, costumbres que antes eran solo coyunturales. Es decir, los manteles y servilletas de papel. El usar y tirar. La caducidad. La vida útil de los elementos que nos rodean es cada vez más parca, cada vez más exigua. En casa y fuera de casa. Ese tipo de menaje, como la cubertería de plástico, o de un solo uso, ha estado restringida a los restaurantes despectivamente llamados de comida rápida. Nótese que ahora está de moda el slow food. A quién no le ha dicho su padre, “come despacio, que te vas a atragantar”, "come despacio, sin ansia, es de mala educación abalanzarse sobre la comida"; "espera a que empiecen los mayores" Pues eso, en fino, es el slow food, en inglés mola más.  Casi parece una novedad. Pero no, es lo que se conoce como educación.  La buena educación.

Un buen restaurante antes se distinguía, entre otros muchos detalles, por el arte de poner la mesa. Una hermosa mesa en casa, para recibir, indica el aprecio por el invitado, la dedicación empleada en que todo quede agradable, bonito y rico. Aunque uno sea un zoquete, lo agradece, porque da paz y armonía. Invita a la conversación y al disfrute. Invita a quedarse, a estar a gusto. Los cubiertos bien colocados, paralelos, a distancias iguales, tenedores ordenados, cuchillo, cuchara, pala de pescado si es el caso. Cucharita de postre, sin dejar sitio a la improvisación. Si son de plata, ya hasta sabe mejor todo, vasos de cristal, copas ad hoc. De los que hacen música al pasar el dedo. Variable la calidad del cristal y la vajilla, de la Cartuja roja o verde, o la que corresponda. Completan la ecuación las servilletas de tela y el mantel lo mismo. Ya si son de hilo te vas a encadenar a esa mesa. 

Pues bien, la pandemia nos ha impuesto el no reutilizar. Tan pendientes que estábamos de reciclaje, se acabó lo que se daba. Hay que acabar con el puñetero virus. Mantel eliminado. Individuales de papel con la carta impresa en restaurantes es denominador común, servilletas de papel que a la vez protegen cubiertos de usar y tirar. Los platos que protegen del viento los mantelillos han de ser transparentes por razones obvias.

Empieza la comida. Levantando el plato un poco para leer bien la oferta culinaria pues la transparencia no es completa y se pierden los detalles, por fin los comensales deciden la comanda. En la espera, hasta que con la bebida llega el aperitivo de la casa, se buscan los límites del mantel, se escudriña algún detalle mientras la charla. Se estira y alisa, como si se pudiera. Llegan las bebidas. Entre los comensales siempre hay uno que, por nervios, tics o porque quiere fumar y no puede, o porque es así; juega a quitar el papel con la marca impresa, pegado a las botellas. Cuando de botella de plástico se trata, una Fontvella digamos, la tarea es fácil, Solán de Cabras han optado por el color del plástico y una diminuta etiqueta en el morro de la botella. Inteligente decisión. La marca perdura, aunque falte la etiqueta. El caso es que empieza la comida. El vaso se apoya en el mantelito dejando un cerco, porque rezuma humedad.  El impaciente desmigaja el pan, no se puede aguantar, empieza a sembrar migas a su izquierda, o a su derecha si se le acaba el suyo y ataca al del de al lado. Total. Son diez minutos de espera y las botellas ya no tienen etiquetas sino un rastro de pegamento, el papel se ha convertido en bolitas que siembran el borde de los bajo platos mezcladas con las migas y el propio salva mantel que empieza a descomponerse. Los nervios retocando los bordes en la espera.  Pliegues perfectos al principio, después las esquinas cortadas. Llega la comida y pasa el rato sin que nadie altere más la mesa. Pero ese momento en que toca pedir el postre, queda al descubierto el desastre individual. Las servilletas hechas un burruño, antes ocultas bajo los platos, mojadas o sucias, que ya no sirven para nada, todo queda al descubierto. Para disimular el estropicio, algún avispado empieza a hacer barcos o aviones con trozos salvados del mantel. El más listillo hace pajaritas. Eso sí, existe el comensal perfecto al que nada de esto le ocurre. Estupefacto y sin una brizna de crítica observa el desastre. Así es como queda una mesa de pecios en tiempo de pandemia.

 

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