¿A alguien le trae
algún recuerdo esta imagen? Ese momento de ir a coger papel higiénico y que
esté el cartoncillo, el canuto, mondo y lirondo. Quizá con una brizna de papel,
olvidada, que se puede descubrir al girar el cilindro sobre su eje. Sí. Os
suena. Porque a continuación venía el alarido: ¡mamaaaáaaaáaa! En ocasiones un
grito mucho más desgarrador que el que te salía al pegarte un castañazo con la
bici o si tu hermano te había quitado un juguete. Bobadas. Nada comparable al
desasosiego del cartón desnudo. Recuerdo una anécdota, de casa del abuelito
Charlie. En medio de una reunión de mujeres, un chispún habitual, de alborozo,
jaleo, risa y charloteo, intercambios, se oyó semejante voz procedente del
fondo del hogar. Alguna estuvo a punto de llamar a la policía. Pero la madre,
tranquila, recorrió el pasillo hasta el final, donde con la puerta abierta y
los pantalones bajados sonreía uno de sus hijos “no hay papel”.
Ocurre que nadie acaba
nunca el papel higiénico. Es una especie de ilusión óptica. Eso se junta con
que uno no percibe la ausencia sino cuando ya está instalado en tan singular
trono, en compañía del señor Roca y algo de lectura, Incluso un poco después, cuando
no se puede uno levantar por un cúmulo de razones; hasta ahí, ese baldosín de
donde cuelga el portarrollos es un ángulo muerto. Por algún motivo que no puedo
explicar, ese momento en el que se arranca el último segmento de celulosa,
generalmente un poco adherido al marrón cartoncillo, ese instante ¡carrasparra, cartapacio, se disuelve en el
espacio! Se volatiliza del recuerdo, no existió jamás. Se lo lleva el éter.
Es un lapso vacío, con las dimensiones infinitesimales de santiamén, no se
aloja en ninguna de las neuronas del recuerdo. Yo no he sido. Hay una amnesia
generalizada al respecto, un vacío. La memoria se colapsa momentáneamente y
esos segundos desaparecen. A todos los efectos, jamás existieron.
Todo se arregla con un
gesto sencillo. Al acabar la faena y tras lavarse a conciencia las manos.
Palmas, nudillos, puntas de los dedos, dedos en círculo, uno a uno; uñas, dorso
con palma, palma con dorso, muñecas. Igual proceso de secado. Después, se pasea
la mirada a modo de revisión. Se coloca la toalla con mimo, se tira de la
cadena, se baja la tapa, se da un agua por el lavabo en caso de detectar restos
de jabón. Un gesto al espejo de saludo, no tengo nada en los dientes. Ese
flequillo, me lo tengo que cortar. ¡Un segundo! Coge el cilindro de cartón, eso
es. No pasa nada. Llévalo a la basura, sí, no hay peligro, deposítalo en la
bolsa, sí: la del papel y cartón. Punto. ¡Ah! Lo siguiente, se acerca uno a la
despensa, al armario del baño, al garaje, o donde en tu casa se guarden los
productos de limpieza. Se coge un rollo, no pesa nada, ¡qué sorpresa! Si aún no
sabes dónde están, pregunta. No te preocupes, no muerde nadie por eso. Siempre
tiene que haber una primera vez. Eso es. Vuelve al baño y coloca en el
portarrollos el rollo nuevo. ¡Eco! ¡A que no era para tanto! Pues, ¡ea!, ya
está. Y si no hay papel, lo apuntas, o lo dices; o, esto ya es para nota, lo
vas a comprar. Con eso tienes premio seguro. Porque sólo hay un grito más
desgarrador que el de no hay papel en el baño. Y es el de “no hay papel”.
Je, je. Lo mismo pasa con la botella de agua de la nevera o el estrujadísimo tubo de pasta de dientes. Ya sabes, las cosas comunes no son de nadie. Como dijo aquella ministra...
ResponderEliminarSiii. Es verdad. Ese dinero público....
ResponderEliminarSon todos síntomas inconfundibles del conocido principio "No hagas tú lo que le puedas colocar a otro", cómo llenar la bolsa de la basura hasta que reviente ;-)
ResponderEliminarJa. Ja. Ja. Vamos a abrir una sección.
EliminarEn mi casa aparecen un montón de rollos con dos vueltas sobre el cartón, será por no tirarlos
ResponderEliminarUn clásico!
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