Salgo
de casa en perfecto estado de revista, recién lavada. Cierro con llave para no
tocar el pomo. Llamo al ascensor, abro, doy al bajo. Empujo la puerta para
salir. Gracias a Dios, se cierra sola. En el portal doy al interruptor para
abrir la verja de la calle. Es pronto y no está el portero. Empujo con el
hombro. Por cierto, eso de saludarse con el codo me parece una bobada, primero
porque es ahí donde ahora tenemos que toser y estornudar; por tanto, está lleno
de miasmas y segundo, porque todo lo que podemos tocar o manipular con el codo
en vez con las manos, con éste lo hacemos. En fin. Y sí, cada vez que he tocado
algo me he dado unas gotas de gel. O lo he apuntado mentalmente. A los cinco
minutos de lavarme las manos me he echado el potingue ya unas cuantas veces. Me
concentro muchísimo para no tocarme la cara en este rato minúsculo que
transcurre desde que salgo de casa hasta que llego a la acera para minimizar la
aplicación del ungüento, con fruición, con miedo. Con objeto de evitar alguna
de las fuentes de posible contaminación, es cierto que casi siempre bajo por
las escaleras. Total, son 25 pisos.
Compro
tabaco y unas aspirinas, la cajetilla la ha tocado el estanquero, que es muy
limpio, seguro; la caja de la medicina la ha manipulado la inmaculada farmacéutica.
Sí, pero a saber. No quiero tique, pago con tarjeta. Echo gel en todo antes de
meterlo en el bolso. Las puertas de ambos locales estaban abiertas, ya veremos
en noviembre. En la farmacia el gel se acciona con el pie. Buen invento.
Aprovecho.
El
semáforo es de peatones, estoy por cruzar sin más, pero no dejan de pasar
coches, doy al botón y se enciende la luz de “espere por favor”. En ese botón
he visto al bicho. ¿Quién limpia eso? Voy en autobús. Saludo al conductor, no
sé si es el mismo que ayer porque no le veo a causa de la mascarilla. La suya y
la mía. A mí se me han empañado las gafas, además. Él o yo podríamos ser un
terroristas y pasaríamos desapercibidos. También podría yo ser Eugenia Silva o
Nuria Roca, ¿por qué voy a tener que ser mala, fea y con el flequillo cortado a
machete? Y el autobusero puede ser un príncipe danés. Ni él ni los 40 ocupantes
del vehículo, absortos en su móvil, tienen rostro. Saco la tarjeta, pago.
Después de 15 paradas y esperando hasta el último minuto por si otro viajero da
al botón de solicitar llamada, me levanto con cuidado para no matarme sin
agarrarme a ninguna barra. Mi parada está en una cuesta abajo, después de una
curva. El bus derrapa. Me bajo. No puedo respirar. Hoy va a hacer 35ºC, pero
entre mi boca y la mascarilla estoy a 55º C y con una humedad relativa del
100%. Me la quito porque estoy sola, arriesgando la sanción. No hay nadie por
la calle. Tengo la cara empapada. Llego a la oficina, abro la puerta con la
manga, ficho con mi dedito y me siento. Inmediatamente me aplico el gel
concienzudamente. Al rato me tomo un café, los focos son tantos que voy al
baño, me lavo la cara, que me pica, las manos, que me huelen a geles variados.
Me siento. Cada vez que me levanto a imprimir, me limpio, me coloco la
mascarilla, cojo los papeles, he tocado el on
de la máquina, un bolígrafo que no sé quién habrá usado antes, me aplico el gel
a mí y a todo lo que está a mi alcance, el teclado del ordenador, el auricular
del teléfono. ¡Aggg! Cumplo una jornada laboral desasosegada por las normas
incumplidas y la falta o exceso de celo en la higiene de mis manos. Creo que
este estado no favorece mi concentración. Encima, siento el rechazo de mis
compañeros, y el mío propio. Que no es si no miedo. ¿Estarán malos? ¿Lo estarán
sus parientes? ¿Se habrán hecho las pruebas? Me invade la culpa y el
desconcierto y el remordimiento.
Circunspecta,
de vuelta, el proceso es el mismo. Paso por el súper. De nuevo me entretengo a
higienizar mis manos y mis pertenencias para no ser foco yo de contaminación,
así como la barra del carrito de la compra, el carro en sí. Entre tanto jaleo
me olvido de lo que necesito. La consecuencia es que salgo del economato
higienizada y con una enorme bolsa de caprichos y mucho gel, que eso seguro que
nos viene bien. Hay algo absurdo y confuso en mi comportamiento. Me siento
indefensa. Y lo peor es que no puedo proteger a los que más quiero. No sé qué
hago. No sé qué hacer. De entre mis compras útiles saco una bolsa de chuches
que abro distraída y me echo un puñado al gaznate. ¡Mierda! ¿A qué saben? ¡Ag!
¡Al puñetero gel! De pronto me sale una sonrisa. Tengo una duda, después de
lavarme las manos en el baño, me he dado un poquito de gel porque al cerrar el
grifo lo he tocado y he pensado que me había vuelto a contaminar. Pero con mis
manitas súper limpias tengo que apagar la luz, es decir, presionar el
contaminado interruptor, abrir la puerta, es decir, tocar el pomo. ¿Cómo lo
hago? ¿Tengo que volver a empezar? Me quedo en bucle.
Siempre hubo gente más capaz. Yo me concentro en no tocarme la cara y desinfectarme constantemente ls manos, lo demás, es para ingenieros.
ResponderEliminarJaja
EliminarEfectivamente, así es nuestro día a día. Mejor expresado, imposible.
ResponderEliminarHey Gracias!
ResponderEliminar