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22/08/2020

DEL GEL HIDRO-ALCOHÓLICO

Este gel se nos está comiendo lentamente. Se ha metido en nuestras vidas sin avisar. Vas a la compra, huevos, patatas, jabón de lavadora, gel y mascarillas. Un básico. Los hay de marca blanca, con mejor o peor olor, más o menos densos, más o menos pringosos. El gel se ha instalado en nuestra rutina quitándonos capas de protección, será la dermis, la epidermis, es esa película invisible que nos protege, cada vez más fina de tanto frotarnos, hasta dejarnos las manos en carne viva. Pieles expuestas al virus, al frío, al calor. Vulnerables a la vida en sí.

Salgo de casa en perfecto estado de revista, recién lavada. Cierro con llave para no tocar el pomo. Llamo al ascensor, abro, doy al bajo. Empujo la puerta para salir. Gracias a Dios, se cierra sola. En el portal doy al interruptor para abrir la verja de la calle. Es pronto y no está el portero. Empujo con el hombro. Por cierto, eso de saludarse con el codo me parece una bobada, primero porque es ahí donde ahora tenemos que toser y estornudar; por tanto, está lleno de miasmas y segundo, porque todo lo que podemos tocar o manipular con el codo en vez con las manos, con éste lo hacemos. En fin. Y sí, cada vez que he tocado algo me he dado unas gotas de gel. O lo he apuntado mentalmente. A los cinco minutos de lavarme las manos me he echado el potingue ya unas cuantas veces. Me concentro muchísimo para no tocarme la cara en este rato minúsculo que transcurre desde que salgo de casa hasta que llego a la acera para minimizar la aplicación del ungüento, con fruición, con miedo. Con objeto de evitar alguna de las fuentes de posible contaminación, es cierto que casi siempre bajo por las escaleras. Total, son 25 pisos.

Compro tabaco y unas aspirinas, la cajetilla la ha tocado el estanquero, que es muy limpio, seguro; la caja de la medicina la ha manipulado la inmaculada farmacéutica. Sí, pero a saber. No quiero tique, pago con tarjeta. Echo gel en todo antes de meterlo en el bolso. Las puertas de ambos locales estaban abiertas, ya veremos en noviembre. En la farmacia el gel se acciona con el pie. Buen invento. Aprovecho.

El semáforo es de peatones, estoy por cruzar sin más, pero no dejan de pasar coches, doy al botón y se enciende la luz de “espere por favor”. En ese botón he visto al bicho. ¿Quién limpia eso? Voy en autobús. Saludo al conductor, no sé si es el mismo que ayer porque no le veo a causa de la mascarilla. La suya y la mía. A mí se me han empañado las gafas, además. Él o yo podríamos ser un terroristas y pasaríamos desapercibidos. También podría yo ser Eugenia Silva o Nuria Roca, ¿por qué voy a tener que ser mala, fea y con el flequillo cortado a machete? Y el autobusero puede ser un príncipe danés. Ni él ni los 40 ocupantes del vehículo, absortos en su móvil, tienen rostro. Saco la tarjeta, pago. Después de 15 paradas y esperando hasta el último minuto por si otro viajero da al botón de solicitar llamada, me levanto con cuidado para no matarme sin agarrarme a ninguna barra. Mi parada está en una cuesta abajo, después de una curva. El bus derrapa. Me bajo. No puedo respirar. Hoy va a hacer 35ºC, pero entre mi boca y la mascarilla estoy a 55º C y con una humedad relativa del 100%. Me la quito porque estoy sola, arriesgando la sanción. No hay nadie por la calle. Tengo la cara empapada. Llego a la oficina, abro la puerta con la manga, ficho con mi dedito y me siento. Inmediatamente me aplico el gel concienzudamente. Al rato me tomo un café, los focos son tantos que voy al baño, me lavo la cara, que me pica, las manos, que me huelen a geles variados. Me siento. Cada vez que me levanto a imprimir, me limpio, me coloco la mascarilla, cojo los papeles, he tocado el on de la máquina, un bolígrafo que no sé quién habrá usado antes, me aplico el gel a mí y a todo lo que está a mi alcance, el teclado del ordenador, el auricular del teléfono. ¡Aggg! Cumplo una jornada laboral desasosegada por las normas incumplidas y la falta o exceso de celo en la higiene de mis manos. Creo que este estado no favorece mi concentración. Encima, siento el rechazo de mis compañeros, y el mío propio. Que no es si no miedo. ¿Estarán malos? ¿Lo estarán sus parientes? ¿Se habrán hecho las pruebas? Me invade la culpa y el desconcierto y el remordimiento.

Circunspecta, de vuelta, el proceso es el mismo. Paso por el súper. De nuevo me entretengo a higienizar mis manos y mis pertenencias para no ser foco yo de contaminación, así como la barra del carrito de la compra, el carro en sí. Entre tanto jaleo me olvido de lo que necesito. La consecuencia es que salgo del economato higienizada y con una enorme bolsa de caprichos y mucho gel, que eso seguro que nos viene bien. Hay algo absurdo y confuso en mi comportamiento. Me siento indefensa. Y lo peor es que no puedo proteger a los que más quiero. No sé qué hago. No sé qué hacer. De entre mis compras útiles saco una bolsa de chuches que abro distraída y me echo un puñado al gaznate. ¡Mierda! ¿A qué saben? ¡Ag! ¡Al puñetero gel! De pronto me sale una sonrisa. Tengo una duda, después de lavarme las manos en el baño, me he dado un poquito de gel porque al cerrar el grifo lo he tocado y he pensado que me había vuelto a contaminar. Pero con mis manitas súper limpias tengo que apagar la luz, es decir, presionar el contaminado interruptor, abrir la puerta, es decir, tocar el pomo. ¿Cómo lo hago? ¿Tengo que volver a empezar? Me quedo en bucle.

4 comentarios:

  1. Siempre hubo gente más capaz. Yo me concentro en no tocarme la cara y desinfectarme constantemente ls manos, lo demás, es para ingenieros.

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  2. Efectivamente, así es nuestro día a día. Mejor expresado, imposible.

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