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10/08/2020

SOCORRISTA EN LA PLAYA


Una cosa es ser socorrista de piscina, en una urbanizacióen las afueras de una gran ciudad. Al abrigo de una sombrilla, con atuendo de bañador rojo y camiseta blanca donde luce en media luna el título "SOCORRISTA", con chanclas molonas, pisando baldosa que arde, bien provisto de gorra con visera, gafas de sol, móvil cargado y botellas de agua. Las tareas primeras son casi las que más se agradecen, comprobar el nivel de cloro, la temperatura del agua, pasar el limpiafondos, quitar las hojas (sin camiseta, al menos te pones moreno, porque después el uniforme es obligatorio) y darse un baño con la piscina vacía, de servicio ya no se pueden bañar). A la hora en punto de la apertura en tromba aparecen niños indomables de los que, por menos de nada, se tiene que hacer cargo y responsable el chaval, que ha hecho un cursito de primeros auxilios. Punto. En esas urbes de nueva creación, los espacios son pequeños y las necesidades iguales (grandes), son igual de grandes que en cualquier sitio, hay que trabajar, hace la comida, planchar, y los niños crecen y las casas no. Una piscina con socorrista supone un desahogo del que ningún progenitor quiere prescindir. Eso sí, si regañan al niño, viene el padre del Banco y le pone firme al pobre de la camiseta blanca. Y si se tira de bomba y aplasta a otro, la culpa es de él, por no hacerse respetar. Total, complicado. En agosto echarán de menos el lío, pues las urbas se desertizan.  Quizá este año no tanto, con el puñetero.virus. ¡Uh!. Ya tiene otro lío el pobre chaval. En un pueblo, en la pileta municipal, en una pública, es un trabajo reglado, aburrido a veces, con un anecdotario homogéneo y posibilidades de hacer algún amigo. O dejar rotos lo corazones vulnerables. No está mal. 

Este oficio no tiene nada que ver es ser socorrista en la playa. Los más canos recordamos entre nostalgia y bochorno los "Vigilantes de la playa". Esos cuerpos imponentes. Esos músculos de cuya existencia solo eran conocedores los muy expertos anatomistas. Quizá Leonardo, en su momento, con ese estudio pormenorizado del mecanismo que el cuerpo humano constituye, puede que él supiera de esas protuberancias que amanecen bajo las costillas como si de montículos de arena se trataran en pleno desierto. Le llaman tableta (de chocolate). Pero es obsceno,  no se trata de un fino chocolate Lindt, sino de esos que van rellenos de mermelada de fresa. Grotesca tripa, prefiero una digna barriga de bebedor de cerveza. Aunque no se vea el cinturón. Esos bultos casi feos que aparecen sin aviso en los cambios de posición, en piernas y brazos, al alcanzar un objeto, al recoger algo del suelo. Da susto verlos. Los vigilantes eran así.  Con un moreno de abril, porque ese tono no se consigue ni con rayos uva. Esos cuerpos contorneados como moldes de arcilla, inútiles para el salvamento. Porque a mí que me registren si hacen falta esas tetorras para saber nadar. O esos culos que se salen del bañador. Cómodos no son eso trajes de baño para el rescate de desmayos y ahogados. Y no sujetan nada. Porque al correr en pos del auxilio al prójimo, todo se les mueve un montón. Operativo no es. No sé si a la hora de llegar a la vera del ahogado, una buena vista ayuda al interés por volver a la vida. Pero si de fémina se trata, el objetivo a la zaga, siendo yo misma, que me salve un macizo vale, pero que sepa nadar. No quiero un melindre preocupado por su vello y compostura y que no pueda con mi cuerpo serrano. No le arriendo la ganancia. Quiero contundencia y serenidad. Si es guapo mejor. Pero que pueda conmigo. Que me ahogo.

Porque es que los socorristas de la playa no dan confianza ahora. Se pasan el rato con el móvil por si hay noticias y no ven el tiburón, ni avisan de las medusas. Desde que salieron en la tele, ya no llevan el tranquilizador flotador rojo, del que asirse, donde desmayarse en paz, sino un cacharro rojo atado a una cuerda a modo de chepa. Ese chisme no lo he visto nunca en acción, pero no transmite seguridad ni confianza. A ellos les veo distraídos, además; que hay resaca colega, no hace falta que los mires en “eltiempo.es”, acércate a la orilla, mira a la gente, las colchonetas, pregúntale al mar, escucha las olas. La señora del bañador rojo da saltitos desde hace un rato y ahí ya cubre ¿no ves que no sale?. Pasean por parejas con el cacharro a la espalda y gritan desde la orilla consejos de chancletas y mascarillas, consignas incomprensibles a través del viento y el altavoz. Lucen enormes camisetas amarillas para que se les vea y unas gafotas que da la impresión que no les dejan ver a ellos ni un pimiento. Que nos tomemos la temperatura, que mantengamos distancias. 

Alma de cántaro, que esto es Chiclana y es sábado. Que María Dolores se ha bajado con los niños de su hermana y las tablas y unas tortillas. Ha cogido sitio lejos, que luego sube la marea. En un tupperware ha metido los filetes empanados. La sandía está cortada. Han llegado a las diez. El grupo va creciendo, son champiñones. Las tres familias, tres hermanas, sus maridos y la prole, han alquilado las casas de todos los años, en primera línea, donde los pinos, tres casas juntas pero separadas. Ahora es pinar. Pinar Periurbano de la Barrosa. Bautiado así. Es el mismo de hace años. Protege la playa. Las casas quedan al lado de la pista. Julián llega luego con las sillas y la nevera. Los niños con camiseta para no quemarse. Que se aburren.  Que se aburran. Se han anclado a la arena y ni un terremoto les mueve hasta que el sol se ponga. Cómprale unos camarones al chiquillo. Y un Mirinda. Que no he traído. Cervezas van a sobrar. Tienen para el día entero. Y al lado otra familia igual y otra. ¡Qué distancias ni que niño muerto! En la playa no cabe nadie. Y sobre todo ahora cuando suba la marea. Las mascarillas, sí, pero es que me voy a bañar. Y se pasa una hora en la orilla, de charleta con la vecina. Que se han encontrado. Y enhebran. Porque en Cádiz la gente tiene mucho que contarse, y con gracia, además. Hilan una cosa con otra. Será que se escuchan, y cuando uno acaba, coge el niño la hebra, imitando en gestos y palabras al padre. Quillo. Digo. Es estupendo. Son relatores. Enganchan un tema con otro. Cogen una mijita y de ahí empiezan a hilar y a contar. Llenan los silencios como se llena la playa. Con un arte que solo tienen ellos. Ea. Será triste la historia, o un drama, tanto da. De cualquier cosita que se te ocurra. Que si has ido al mar. Ea. Al mar. Cuentan una historia. Se ríen de su sombra, de los que más quieren. Se abrazan mucho. Se tocan. Todo lo comentan, todo lo cantan. Lo celebran y lo lloran. Se comen letras en las palabras porque no les caben en el discurso, de tanto que tienen que contar. Acortan. Y además cuentan lo que les da la gana.  Porque el andaluz tiene su manera de contar las cosas. Por ejemplo, Cómo se dice en andaluz: "La ardilla que sube al árbol, trepa de una rama a otra, se sube a la más alta, coge una nuez, se la come y salta al otro árbol?
¡¡Illo, mira, mira, ira, ira, ira, ira, ira, ira, iraaaaaala!! ¡¡Hiiiiiija de puuuta!!.

En una de esas el pequeñajo se lanza y las olas, que se han puesto curiosas, le dan un revolcón.  A ver qué hace el vigilante con su cacharro rojo. Eso sí, como se ponga el socorrista delante de María Dolores, tela. La que se va a liar. Se van a "jartar" de reír. Cuando dejen de llorar.

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