Es muy fácil. Decir la verdad y contar las cosas sin mentir o sin ocultar datos o partes, que no es lo mismo, pero es igual. La intención mala no es, al contar una parte del todo. Porque todo es mucho. Pero el resultado es el mismo que la mentira, en especial cuando la ocultación es intencionada por muy buenas o piadosas que sean las razones. Las verdades a medias son mentiras. Sin entrar en detalles. Me repito. Esta labor implica mucho trabajo de retaguardia, compromiso, y sobre todo el protagonista es altruista en el mejor sentido, no persigue ganar la liga, no quiere resultados personales ni fuegos artificiales, solo hace su trabajo y dice la verdad.
Mentir ha sido responsabilidad del
gobierno, en algunos casos por falta de información, en otros para tapar fallos
o incompetencia, en otros por ignorancia...las razones importan, o sí, pero
poco. No quiero culpables. Por muy iletrados que seamos los votantes, ante la
humildad somos misericordiosos. Así es que una explicación vale más que una
excusa. La empatía que mana de la renuncia a tener razón, con pedir perdón,
es enorme. Se relajan los ánimos. Bajan a la categoría de humanos los Dioses que habitan el poder. Y es que son humanos, aunque lo olviden a veces,
Los políticos: “autorizamos la manifestación del marzo porque no teníamos datos para pensar que la pandemia había llegado a Madrid, pese a la alarma de la organización mundial de la salud”. “Dijimos que no servían las mascarillas porque no había en los almacenes o no sabíamos cómo hacer la gestión y nos parecía una medida cauta no dar esa información para no sembrar el pánico o incitar al mercado negro subidas de precios”...”dijimos que se usaran guantes porque los había y pensábamos que algo hacían. Ahora sabemos que dan una falsa sensación de tranquilidad. Nos equivocamos”. Y así todo, una detrás de otra, desde el podio se acercan al votante con honestidad. Se produciría entonces el milagro de la identificación del elector con el elegido. La magia de la democracia. Se les olvida a los del banco azul de donde vienen, ellos también votan, son uno más. Hay que reconocer que se ha mentido. Entonces se puede entender y perdonar. De eso sabe el cristianismo, borrón y cuenta nueva.
Cuando se miente y se tapa entonces la
desconfianza se ancla, se atrinchera y ya no nos creemos nada. Y por supuesto incita a la
desobediencia, al escepticismo. Y porque somos flojos y vagos, porque la
mentira alimenta una rabia que puede desembocar en rebeldía. En algo mucho más
que eso. Siempre es mejor reconocer un error que taparlo. Crecen las bolas
debajo de las alfombras.
Esto con respecto a la verdad, y por otro lado está cómo se cuenta y lo que se cuenta. La elección de lo que es y no es noticia. La manifestación de Colón ha sido una chorrada, había menos gente que a las puertas de Coca Cola cuando se presentó el ERE. Eso sí que era gordo y no ocupó ni una portada, ni abrió telediarios. No es importante Miguel bosé ni Corina, ¿desde cuando el ligue de un rey es portada? Es un ser anónimo y solo si se le da bombo e importancia, la tiene. Abundo: no sé a quién le sorprende que en una manifestación en contra del uso de mascarillas el manifestante vaya sin ellas. ¿Acaso alguien duda del atuendo en una manifestación de nudistas? Y ahora les vas a poner una multa. ¡no fastidies! Eso es postureo. No te hagas el tonto y no nos tomes por tontos.
A ver si me explico, la mentira de unos se junta
con las formas de contar las cosas de otros. Si un locutor dice: “hay 3500 positivos en Madrid, España, Murcia”, es imprescindible
que añada: número se pruebas totales. No es lo mismo 3500 positivos de un
millón de ensayos realizados, que 3500 positivos de 3600 pruebas. Parece obvio,
pues es clave. Segundo: de esos 3500, cuántos han sido llevados al hospital y
de éstos cuántos se han quedado en planta y cuántos son graves y les han tenido
que sedar e intubar. Y los ocho muertos de Cantimpalos, ¿cuánto tiempo llevaban
ingresados? ¿Son muertos de marzo o son muertos de agosto? Es importante. Como
lo es desautorizar las informaciones falsas. Con contundencia y sinceramente.
El mundo entero está pendiente de las noticias. Es una oportunidad de oro. No
se puede dejar hablar a los indocumentados sin rebatirlos. Porque todo se
mezcla y ya no sabemos lo que es polvo y lo que es paja.
Tenemos un problema. No nos creemos que decir la verdad no traiga represalias. Cuando en el colegio decían “¿quién lo ha hecho?. no le vamos a castigar, es solo para saber la verdad". Eso olía a trampa. O cuando tu madre te apremiaba “dime a qué hora llegaste, no me voy a enfadar, es para saber la verdad”. Tanto buenismo incitaba a la sospecha. O cuando tu novio te soltaba de refilón, “solo quiero saber si has besado a otro, no me voy a enfadar, yo prefiero saberlo, nos tenemos que contar todo”; o cuando tu jefe sacaba en una reunión si alguien sabía a quién se le había ocurrido recomendar tal inversión o quien había hecho determinado cálculo, no como acusación, garantizando de corrido la ausencia de sanción. Ese es momento de aguantar estoico en silencio. Esa es la opción sabia frente a la presión insoportable, ante la que siempre había alguien que cede. "No, no hables", te decía Pepito desde tu conciencia, "¡no lo digas, que te la cargas!". Que esa madre mansa de cabellos dorados y angelical mirada, se convierte en cuantito que confieses en la madrastra de Blancanieves. “Si, llegué a las 7, estuve en una fiesta y me trajo a casa Juan que se había bebido el Guadiana”. Ya que lo cuentas, lo cuentas todo. El confesando sabía que había firmado su sentencia de muerte, pero le podía la culpa, la manipulación de quien tiene autoridad moral o de otro tipo sobre uno. Son herramientas que, bien manejadas, garantizan la rendición. Y entonces venía la bronca. “¿Borracho? ¿Encima? ¿A las 7? ¡Esa es la hora en que su padre sale a trabajar! ¿pero tu que te has creído? ¿Que vives en una pensión?” ¡Zas!. Tortazo, castigo, gritos, sin paga, te echo de casa. Y el pobre que ha soltado su lastre, pregunta inocente “¿pero no decías que si te decía la verdad no me ibas a castigar?” Y se da cuenta de lo inútil de su confesión si no era por la aplicación de la merecida condena. “¿Que le recomendaste invertir en Caguytyn? ¿A Fosgydia? ¿A nuestro mejor cliente? ¿Unos bonos basura? ¿Tú eres imbécil? Estás despedido” El currito petrificado en la silla apenas puede respirar, le sale un hilo de voz aguda y dubitativa, “¿Pero no querías saber la verdad para arreglarlo?” “¿Y no me jurabas que no iba a haber consecuencias?” El jefe suelta la cólera contenida, pero tiene un culpable. “¡Ya, pero qué verdad! ¡Es intolerable!”. ¿Y qué se esperaba, presidente? También me podía haber quedado yo con la pasta, eso no lo dice. El novio: “¿Que te enrollaste con el taxista?” Ha mudado su tono dulce y comprensivo a escupitajo y víbora sin solución de continuidad. “Ya, pero fue un beso nada más. Tu querías saberlo. No fue nada. Por eso no te lo quería contar, fue un desliz un error”. “No puedo confiar en ti”. Justo por lo que ha confesado la novia, para que confíe. “Devuélveme el anillo de mi madre”. Tenemos mala experiencia en la confesión de nuestros errores. La memoria de nuestro cerebro nos alerta contra la verdad. Señores, tienen que arriesgar, porque así no vamos a ninguna parte. Yo no me creo nada.