Hay gente que te abraza y te reinicia. Recuerdo algunos abrazos especiales.
Abrazos famosos son los de Genovés. Su cuadro, El abrazo, siempre me puso la carne de gallina. El poster de Novecento para mi es una suerte de abrazo, a la nueva manera de vivir, de despedida de un siglo y algunos fantasmas.
Son otros los abrazos de colegas, con palmadas en la espalda, algún taco ensalzador de virtudes y cachete en la mejilla. Son propios de los hombres, y son fenomenales. Rezuman alegría.
Abrazos a los padres, abrazos de los hijos, abrazos a los hijos. Son todos diferentes. A los padres de alegría, de calor; de los hijos cuando te ponen la carita pegada a la suya y se estrujan los mofletes con una sonrisa que se sale de la foto del recuerdo. A los hijos cuando tanto lo necesitan y se dejan, ese momento en que quieres hacerte cargo de todo lo malo, de lo que les ha ocurrido y lo que está por llegar. Quieres suspender sus exámenes, que se enfaden contigo sus amigos, que te dejen a ti sus novios. Quieres con ese abrazo romper el futuro incierto y darles la felicidad para siempre. Quieres poder estar ahí siempre para protegerles, para cuidarles.
Abrazos que te reinician, en público y en secreto. Momentos en los que el cuerpo del otro se hace tu refugio, donde sabes que estás a salvo, puedes dejar tus sales en su solapa, en su camisa. Te aprieta contra él con la seguridad que tiene de que todo va a ir bien. Que los nubarrones se disuelven en cualquier amanecer. Y te dice que va a estar ahí. Y tu lo sientes grande sin hacerte pequeña. En sus brazos descansa tu historia un momento que dura toda la vida. Eres un rato el niño que ya no eres, dejas de tener miedo aunque sea un instante. Se enciende una llama al final de la oscuridad.
Tengo presente tu abrazo de noviembre. Llenos de huesos los dos y yo de pena.
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