En cuanto le vi supe que era el hombre de mi vida. Y eso que verle lo que se dice verle, no era fácil. Entre las lágrimas que bañaban su cara, lo gacha que llevaba la cabeza y el gesto de encogimiento y dolor del conjunto, casi no se adivinaba si era hombre o sombra. Pero era hombre.
A través del abrigo que arrastraba por las escaleras, se intuía un
esqueleto mudo y helado. La desazón y la pena rezumaban de la silueta. Un halo de
pesadumbre patinaba su visión. Y yo soy muy de enamorarme. Él no lo sabe.
Bajamos juntos, nos abrimos la puerta el uno al otro. Yo sostuve la del
portal y él elevó la mirada con sorpresa y agradecimiento inesperado. Me vio.
Había olvidado que existen personas fuera. Su dolor no le deja ver nada más que
su ombligo colmatado de pelusas. Sus ojos turbios no le permiten diferenciar
el día de la noche. Su vida entera se ha convertido en un infierno del que ni
siquiera quiere salir.
Y yo me enamoré. ¿Porque vi en él la redención? ¿Porque está más triste
que yo? ¿Porque creo que le puedo salvar? ¿Porque pienso que así yo me curaré?
¿por qué? ¿Para salvarle? ¿Por qué?Porque conseguí que me mirara. Y yo he estado allí. No sé si he
salido. Pero he estado en ese sitio en el que no se sonríe nunca. He vagado por
esos pasillos grises donde todo es igual. Conozco el lugar. Sé que cualquier
mano es bienvenida.
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