En el Mercadona puede pasar cualquier cosa. Hasta encontrarte con alguien sin ir preparado. Parece mentira que no me conozca a mí misma. Había un chiste sobre un señor que conocía a todo el mundo. Hasta que salía en la tele el Papa y él se había hecho un hueco a su lado. El televidente preguntaba a su vecino ¿Quién es ese de banco que va al lado de…? Esa broma me la gastan a mí con frecuencia. ¿Quién es ese señor de banco que va a tu lado?
Pues mira que últimamente me he puesto una cinta, me peino, me peino y quiero ser reina. Soy la mona Jacinta, aunque no tengo corona. Ya nunca voy con esos pelos que hacían a mi padre llamarme la atención ¿te has peinado? Y yo “sí”, porque yo había decidido, azuzada por alguna amiga, que mi pelo fosco era rizado. En fin. Salvo en condiciones de humedad relativa próxima a 100, no lo es. Una vez cometí la tropelía propia de la adolescencia, de hacerme una permanente. Doy gracias a Dios que mi personalidad camaleónica, insegura y temerosa han impedido que cometiera tal disparate más veces.
He elegido camisa femenina y falda de verano. El pelo larguísimo que ha olvidado los efectos de un tinte vegetal, vuelve a su naturaleza de mechas blancas. recogido con una pinza. Buscando cambiar el aire he bajado a comprar un cuaderno y el pan. Y a dar una vuelta y disipar fantasmas. Andar disuelve coágulos que se enquistan en el alma. Pero no estaba yo como para encontrarme con nadie. A veces se me olvida mi propia habilidad. En estos día de encierro, cuando abrieron toriles, salí un día con mi hija cumpliendo todas las reglas. Con ella es difícil hacer otra cosa. De pequeña ibas más seguro a su lado. No había quien cruzara con el semáforo en rojo, antes te dislocaba el hombro del tirón para que no te movieras. En 20 minutos de paseo nos encontramos con su primera amiga, las presentaron con cuatro meses, en el parque; con una de las mejores amigas de mi hermana pequeña; disimulé un par de veces al ver a conocidos porque estábamos en medio de una conversación que no quería de ninguna manera interrumpir y aquéllos con los que nos cruzábamos tenían mascarillas. En caso de que me pararan, podría usar la excusa de no haberles reconocido. Cosa que en mí es extraña. Nos saludó cariñosa la dueña de una tienda que vende mis collares; un vecino amigo, en fin, que en una vuelta a la manzana nos paramos seis veces. Mamá, yo cuando salgo sin ti nunca me encuentro a nadie. Por supuesto hoy nos hemos encontrado, con la cara lavada, de camino a comprar el pan. ¡Vida es así!
En tiempos de pandemia ocurren esas cosas. Pero me he quedado tranquila cuando nos ha pasado al lado un señor con unos "leguins" decorados con todo tipo de colores, simulando la cola de un pavo real. Le llegaban por encima de los tobillos. Apretaban unas canillas ridículamente flacas, no delgadas. Zapatos de gamuza azul con borlas. Prohibido pisarlos. Cerraba el atuendo una chaqueta de traje llena de purpurina que dejaba asomar esas piernas imposibles. ¿Se habría olvidado de vestirse? ¿Era un presentador acaso de algún programa de cotilleo? He dudado si sería un efecto secundario del coronavirus o iba desnudo con las piernas tatuadas. Nunca se puede bajar la guardia. A partir de ahora, echaré mano del pintalabios aunque sea para tirar la basura.
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