Se está agotando la ropa deportiva, y eso que sigue
todo cerrado. Pero al personal le ha dado por calzarse el chándal y las Adidas.
Unos porque dicen que hacen deporte. En casa. ¿perdona? ¡si no te has movido en
tu vida! Sí, sí, ahora monto en la estática 30 minutos al día. Pues te va a dar
un chungo. Otros porque están más cómodos, y las lorzas caben en la ropa
deportiva, por ahora. Y se ven estupendos. La costumbre hace que los parientes
que nos acompañan no aprecien el cambio que estamos sufriendo, es más, ellos
van mutando también. Nuestra metamorfosis es uno más de los efectos secundarios
del puñetero virus. Si se trata de una secuela general no habrá referentes ni
testigos. Las fotos del pasado nos parecerán una ilusión, una farsa. Con
nuestros cuerpos botijo ya no servimos ni para musas de Botticelli. Eso sí,
bien comidos. Quizá Botero nos inmortalice en alguna plaza.
Mi contador de pasos a
la doce de la mañana me anuncia que he hecho 55, me anima a que siga así, para
llegar a los 10.000 que hacía hace un mes. Recorro tres veces el pasillo. Cojo
el móvil y lo meto en el bolsillo. Es por eso. Lo estaba cargando y no ha
contado que he recogido el salón y para moverme un poco más, he llevado las
cosas de una en una a la cocina. Así, he hecho 18 viajes de la mesa al
friegaplatos. Como tenemos cocina americana, mucho no me he movido, tres pasos
mal contados por desplazamiento. Pero es que vivimos en un apartamento de 40 m2.
No es fácil viajar aquí. Decido bajar la basura, andando. Ya sé que resido en
el primero, algo es algo. Todo suma, no me quites mérito. Para subir cojo el
ascensor, es que estaba aquí, jolines. El arrepentimiento me concome y me pongo
a hacer flexiones en el cuarto de baño. Cuando llego a la 10 sin conseguir
tocar el suelo, me derrumbo. No pasa nada, falta de costumbre. Lo intento con
las abdominales. Una prueba inútil, no sé ni cómo se hacen. Temo que me dé un
calambre o un tirón y me quede tieso. O algo más grave y no me cojan el
teléfono en urgencias, por imbécil. Bastante tienen con lo que tienen. Como
última opción agarro la cuerda de tender y me pongo a dar saltos. Me divierte, vienen
los niños y se apuntan encantados; a mi mujer, que estaba enfurruñada esta
mañana, le amanece una sonrisa. Le recuerda otros tiempos. Los cuatro en el
salón saltando a la comba. Al pasar la
barca, me dijo el barquero, las niñas bonitas no pagan dinero, yo no soy bonita
ni lo quiero ser, yo pago dinero como otra mujer. ¡Uy! ¿qué dirían las
moradas y feministas de esta canción hoy? De tiempos de Franco la susodicha,
ahí lo dejo. Cambiamos. Soy la reina de
los mares y ustedes lo van a ver. Tiro mi pañuelo al suelo y lo vuelvo a
recoger. Pañuelito, pañuelito, ¿quién te pudiera tener guardadito en el
bolsillo como un pliego de papel?, Cuando llegamos al cocherito leré, suena
el timbre; corremos juntos sudorosos y sonrientes a la puerta. ¿Quién será?
¡Qué emoción! Hace un mes que no viene nadie. Sin mascarillas ni protección
alguna, abrimos apelotonados y olvidados de toda prudencia o recomendación.
Juntos en el umbral. Son las diez de la noche, es el vecino del bajo que
acababa de dormir al bebé. Ha salido de su confinamiento, con el chaval en
brazos llorando como un poseso. Colorado de rabia. Se calla de pronto al ver
caras nuevas. Extiende las manos el padre. “Os lo quedáis, o me ajuntáis para
jugar a la comba”
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