Y es que no sé qué tiene el acento andaluz, que para contar un chiste, aunque seas de Toledo, o de Murcia, que también existe, debes ponerlo. La verdad es que los chistes hacen la misma gracia contados en castellano que en andaluz, con acento y sin él. Para los oriundos de la meseta, casi nada tiene gracia. Tardan en pillar las bromas o no las entienden. Es esa educación espartana que da la meseta. No es frecuente el sentido del humor. Pero si un chiste tiene gracia, la tiene. Y no sé por qué a la gente le gusta poner acentillo cuando cuenta cosas graciosas. Incluso a los humoristas les da por poner acento andaluz para contar sus bromas.
A mí la verdad es que me toca un poco las narices. No por ser de la meseta, que me esfuerzo en quitar hierro a la vida. Que bastante tiene sola. Pero me molesta el gracioso llorar, el típico andaluz graciosillo y el que imita al andaluz para hacerse el gracioso. Se acerca peligrosamente a hacerse el tonto. Además es malo para el nacido de verdad en al bella andalusí, al que nadie se toma en serio cuando habla de cosas que no tienen gracia. Que parece que está de coña. Y cuando quiere ponerse serio de verdad añade eses a todas las palabras, haciéndose el erudito. Es un lío y una tara. No me gusta.
Yo soy un poquito andaluza de corazón, que mi abuelo era andaluz. Aunque digan que los granadinos tienen mala “follá”, mi abuelo en un hombre estupendo, y sus hermanos y primos, lo mismo. De mala “follá” no tenía nada, ni de mal genio. Pocos hombres tan cariñosos como él, a quien le gustaran tanto los niños, que tuviera tanta devoción por su mujer, por sus padres, por sus hermanos, por sus hijos, por sus nietos. Un hombre bueno, habilidoso, cariñoso, sensato, modesto. Pocas personas he conocido yo en mi vida que sean como mi abuelo y era de Granada y de graciosillo no tenía nada y de mal genio tampoco. Por eso cuando oigo a la gente contar bobadas con acento andaluz para parecer más simpáticos, me parece que son medio tontos o tontos enteros. No le veo la gracia.
Porque además, ser andaluz no es licencia exclusiva de los sevillanos o los gaditanos. Ay, la tacita de plata, ay, la Giralda, ay la Torre del Oro, la torre del oro. Son andaluces los onubenses, de Huelva ellos, tan cerquita de Portugal, que se han reído de si mismos con ese epicentro de burla en Lepe, donde han sido más listos que el hambre. Y los urcitanos, de la desértica Almería, famosas imágenes cinematográficas y cultivos bajo plástico. Supervivientes a una ortografía y climatología adversas. Por no hablar de malagueños, con sus rincones mágicos, sus espacios con microclima, donde no hace ni frío ni calor; los jienenses, y sus olivos centenarios; cordobeses: la diferencia. Cuando hablamos de Córdoba, hablamos de otra especie humana. En Córdoba se estila la solemnidad del discurso, la mesura en las palabras, la sobriedad en el vestir. Solemnes hasta en los gestos más sencillos. Conseguir un chiste o una broma de un cordobés requiere un grado de intimidad y afección que no es fácil adquirir. En fin. La nostalgia del sur me invade.
Lo que diferencia y separa a Andalucía del resto del mundo es Despeñaperros. Cordillera por excelencia. Con ese nombre, debe tratarse de lo que es, una frontera entre dos mundos. Por mucho que la ingeniería, en nombre del hombre moderno, trate de acercar de un modo artificial a Andalucía al resto de España, no se puede. NO SE PUEDE. NO SE PUEDE. Porque no se quiere. Porque cuando se acaba la barrera que separa la meseta del Sur, empiezan los olores, se cubren de olivos las lomas de los montes. Las alineaciones se alternan y se persiguen las paralelas en el paisaje. Empieza a sentirse un calor diferente, que afecta hasta al corazón. Llega al alma cual candela en la noche. Cuando se pisa el otro lado, al oriundo le cambia el humor, él se remanga la camisa, ella se calza unas alpargatas de tacón y se suelta la melena. La sonrisa la aire. Y las ganas de llegar a casa. Eso es lo que ocurre al pasar los montes de tremendo nombre.
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