El que se crea que en Italia van a pedir pasaporte covid en el transporte público es que lo ha usado poco. No digo yo que no conozca la bella Italia. La conocerá. Será un erudito capaz de identificar sus calles y palacios. Sabrá de ese síndrome que le dio al tal Stendhal, dicen que por estrés. Exceso de belleza toda junta. Eso decía mi padre, que cuando salías del Puente Viejo, después de haber visto el Palacio de la Señoría, la Galería de los Oficios, Santa María Novela, Santa María de las Flores, el Baptisterio, la plaza de los Inocentes, la plaza, la fuente y la Iglesia del Santo Espíritu, la Santísima Trinidad, con su puente y todo; después de empaparte de belleza, sales del callejón que da al palacio Pitti, y ni lo ves. No puedes con más. Y al jardín ya ni llegas. Te da lo mismo.
Italia es un maravilloso país que funciona porque son unos fenómenos los italianos. Se aceptan como son. Tienen himno. Se sienten orgullosos de su bandera, por muy novel que sea la patria como tal, que hace cuatro días estaban separados. ¿Y? Toleran su caos, su falta de reglas. Es un país mágico a pesar de muchos de sus gobernantes. Como si el pueblo italiano viviera de espaldas a esos seres absurdos que se creen que les gobiernan y les manejan. A un italiano no le gobierna nadie.
Por eso, cuando dicen que van a obligar a usar un pasaporte COVID para usar el transporte público, el italiano se troncha de risa por dentro. Cuando le preguntan, junta los deditos cerca de la cintura y alaban la idea. ¡Claro! Que levante la mano el que haya pagado alguna vez en un autobús italiano. No por falta de ganas, no. Si es que no hay manera de enterarse de dónde se compran los billetes. "Bo", te contestan los florentinos cuando preguntas. "Bo", te dicen en Bolonia, levantando un poco la barbilla. Tras pedir consejo tres o cuatro veces, ir al estanco, donde si no tienes no sé qué tarjeta no te lo pueden dar, tras recorrerte media ciudad, has llegado a la Academia andando porque no has descubierto la manera de comprar un billete. La siguiente vez te subes al autobús e intentas pagar, ante el asombro del conductor, que bastante tiene con manejar el enorme volante. No sabes de qué pueblo será, pero el poco italiano que has aprendido en tus cintas "escóltate, repítete", no te sirve en esa ocasión. Haces un viaje de angustia, pensando que te van a pillar, que va a llegar el revisor y no vas a saber explicarle que no entiendes como puñetas se compra un billete, que tú eres buena, que no sabes hacerlo. Te ves esposada, en un pueblo en las montañas, en una comisaría rodeada de carabinieri que se han olvidado de ti. Que se ríen mientras fuman y apoyan las botas en la mesa. De pronto te ven y te dicen algún piropo, los italianos, a galantes lo les gana nadie. No acabas en comisaría, porque después de tres frenazos y cuatro volantazos, unos cuantos gritos del conductor, que ha sacado la cabeza por la ventana y no es que esté enfadado, es que han cortado la calle y se está enterando porque ha visto a un amigo que le cuenta. Arranca sin mirar a la calzada, despidiéndose de su paisano. Los semáforos son orientativos, los respeta o no según le conviene. Traquetea por las calles adoquinadas a una velocidad de infarto. Se unen y se agolpan frecuencias hasta el punto que sabes que si no entra el cacharro en resonancia, serás tú quien se rompe. Han pasado cinco minutos y has jurado que no vuelves a subir en autobús. A partir de ahí vas andando a todas partes. Ni en Roma merece la pena, si tienes que salir antes, sales, y si no, ya pedirás un motorino o una bicicleta. Lo más seguro en Italia es caminar.
Los italianos tienen su código y su forma de entender las cosas. Por eso, es muy adecuado el pasaporte COVID, especialmente cuando se explica que habrá controles aleatorios. Entonces ya se comprende. El italiano asiente, va a hacer lo de siempre, lo que le dé la gana. Y cuando aparezca el del control aleatorio, ya verás tú el lío que se monta en el autobús, No me gustaría estar en su piel. La algarabía que se puede formar a su alrededor es digna de una película. Lo estoy visualizando. Entra el controlador por una puerta, empiezan a salir por la otra los que no tienen pasaporte. Los padres abren los ventanucos para intentar salvar a los niños por lo menos, se atascan en el intento. Si entra un controlador por cada puerta cunde un pánico instantáneo, especialmente en los inexpertos extranjeros que se quieren desaparecer. Pero los nativos se ponen manos a la obra. Los que no han conseguido hacerse bicho bola o lagartija y salir escurridizos por una rendija. Los que tienen ganas de alboroto y ser testigos de algo que contar, que ya decorarán después. Un señor increpa al del uniforme que con qué derecho, otro le reconoce, y ya está el lío montado. Se para el autobús, todos rodean al carabinieri. Empiezan a abrirse ventanas, bajan los vecinos, uno con una silla, por si dura mucho. Otro coge el botiquín, nunca se sabe. El corrillo para el tráfico, se oyen los cláxones en el extrarradio. Al cabo de diez minutos todos han olvidado al carabinieri, incluso él mismo. Se disuelve la manifestación espontánea y cada uno vuelve a lo suyo, tras haber echado un estupendo rato de charla. El idioma italiano, la gesticulación, el carácter, son únicos para situaciones de este estilo. La traducción hace que se pierda la esencia.
Me encanta como lo cuentas y me haces ver el caos
ResponderEliminarGracias!!!
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