La marcha Radetzky, composición de Johann Strauss, y los saltos de esquí, son el símbolo ineludible de que hemos cambiado de año. No hay duda ya ni marcha atrás; campanadas aquí, campanadas allá, brindis y buenos deseos. Superadas las risas de las uvas (yo a mi cuñada no la podía mirar, porque me atragantaba seguro, ocupada de quitar la piel de las de sus polluelos ha olvidado su racimo y anda revolucionada recopilando unidades) Se acabó el año. Ahora hay que coger fuerzas y a por ello. Lo que venga. Con una idea de renovación cual si hubiéramos dejado atrás la piel vieja, como serpientes, nos disponemos con alegría o con resaca a enfrentar el Año Nuevo. Es como si realmente fuera un día diferente a todos los demás. En mí se alumbra siempre una llama de ilusión, de esperanza, de hacer mejor las cosas mientras miro el fuego cómo cambia, hipnotizada.
Por circunstancias yo no había visto nunca El Concierto de Año Nuevo por decisión propia. Soy muy de dejarme llevar. Ni siquiera sabía en qué canal lo retrasmiten. Cuando sólo había dos canales en la tele, era mi padre quien decidía. Y encima en casa no se veía la tele por la mañana. La verdad es que no sé si había tele por la mañana cuando vivía cobijada en la casa de mis flores. Después nunca tuve el mando.
Pero este día uno de enero
del 22, me propuse ver el concierto de Año Nuevo. Lo primero que me dejó
epatada fue la cháchara del locutor, su locuacidad, valga la redundancia. Adjetivaba
como "divertida" alguna de las composiciones musicales. Jamás se me
hubiera ocurrido que fuera divertida la música clásica. ¡Qué envidia de oído!
Darse cuenta de que una melodía, una polka, un vals es divertida. Tildarla de
tal sin ambages me alucina. ¿Alegre? Quizá, pero ¡divertida! Consiguen la música
y sus comentarios pegarme al sofá y a la pantalla. Los Strauss, hijo, padre,
van copando el repertorio. Y el comentarista, experto en la materia, claro
está, entretiene al espectador con detalles que desde luego a mí me pasarían
desapercibidos. Una señal entre el primer violín y el director, un gesto pícaro
al interpretar una pieza. Un guiño que es un acorde. Quizá un cambio sutil de
clave. Maravilloso. Hace gala de un desparpajo de lujo, respetando los tiempos,
dejando que la música, el concierto, sea el protagonista. Su naturalidad y fluidez le convierten en imprescindible y a la vez es como si no estuviera. He de confesar mi analfabetismo musical, que es de sobra conocido por amigos y parientes. Eso no me impide el disfrute, que no hay que ser erudito para eso.
Por fin llega ese momento final de los bises y la puesta en pie del público entero ante la Filarmónica de Viena, que me produce escalofríos. Me río yo de un concierto del Boss, de los Rolling. Esto es emocionante. Las manos calientes de entusiasmo y fricción. Pienso que si yo estuviera allí tendría miedo a dar una palmada fuera de tono. Pero en casa doy palmas como una posesa. Desde Viena me contagio de esa efusiva bienvenida a ese año recién estrenado. He escuchado sin acordarme de respirar gran parte del concierto, pero ahora contengo a propósito el aliento, por lo alternar nada a mi alrededor. Noto los latidos de mi corazón y un hilo salado recorre mi mejilla derecha. Mi padre decía que había piezas musicales que era menester escuchar de rodillas, tal era su emoción que el pudor le impedía compartir esos momentos. ¿Qué pensabas, padre, de este momento? Yo, agradecida por estar aquí, echándoos mucho de menos a los dos.
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