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09/01/2022

VETE A PEDIRLE SAL A MARIA VICTORIA

 

He leído en la web uno de esos post que nadie sabe quién ha dicho "Una madre le dice a su hijo: "vete pedirle sal a la vecina", el niño va, y al volver ve que en la cocina el tarro de sal está lleno, le pregunta a la madre por qué. Y ella contesta que esa vecina siempre le pide cosas, porque está necesitada, y ella de vez en cuando le pide algo económico para que sepa que ella también puede ayudar y no sienta vergüenza de pedir" La historia era más o menos así.

La verdad en que en mi casa, muchas veces, abrías la nevera para sacar los huevos después de que tu madre hubiera frito un mogollón de patatas y había un huevo solitario. Entonces venía la frasecita, "vete a pedirle huevos a Mª Victoria, que mañana se los llevo". En principio no era muy bienvenida la orden. Pero siempre había un hermano más dispuesto que otro, y además, sin huevos no había tortilla. Así es que ibas a pedir los huevos o lo que hiciera falta. Al día siguiente tocaba repetir a devolver el favor y escuchar el consabido "no hacía falta".

En estos momentos esas situaciones no se producen, porque si no hay lo que sea en casa, te bajas al súper y lo compras. Raro es que no tengas uno abierto 24/7 a menos de diez minutos de distancia. En caso de vaguería extrema o problema de salud, se recurre a Amazon o a Globo o a cual sea el repartidor que te interese. Cosas más complicadas he visto pedir en el último momento. Unas galletitas para el foie, hielo, pan, una botella de vino. Esos detalles de palmada en la frente. Has preparado con esmero una cena para amigos y en el último momento te falta el jengibre. Sí, el jengibre, "esa planta de la familia de las zingiberáceas, cuyo tallo subterráneo es un rizoma horizontal muy apreciado por su aroma y sabor picante", antaño solo conocido por el pastel del mismo nombre que hacía la madre de Julián, Dick y Ana y que devoraban en medio de cualquiera de los misterios en los que se veían envueltos. En los años 70 las magníficas propiedades del jengibre se desconocían completamente. En mi caso imaginaba maravillosas tartas hechas con tal ingrediente; hasta que un día fui a comer a un restaurante japonés y descubrí unas láminas rosas que se utilizaban para matar un sabor y probar otra cosa. Como en una boda te ponen un sorbete de limón para conseguir igual efecto. Prefiero el sorbete. Eso sí, después he descubierto un poco más el jengibre y tiene su gracia.

Si vuelvo al hilo del asunto del vecindario, la relación con los vecinos era obligada, no solo por la cortesía y buena educación, sino por pequeños detalles que hacían la vida más fácil. En mi casa, de hecho, los viernes mis padres veían “la Clave” y como solo teníamos una tele, nos subíamos a ver el “un dos tres” a casa de Mª Victoria. Ellos no veían a Balbín, el señor de la pipa. Nosotras no teníamos edad. Supongo que de esa forma dejábamos espacio a mis padres y nosotras hacíamos una cosa especial. Con el paso de los años nos aficionamos a compartir la famosa Clave. Así es que los vecinos existían, lo mismo para ver la tele que para un cumpleaños o un paquete de café. Esto abarca a vecindarios de todo tipo. En las colonias de chalets también ocurren incidentes, y no siempre a horas ortodoxas, así es que más de una vez se recurría a ir a buscar lo que fuera o a quien fuera, aunque hubiera que darse un paseo. 

Si bien es cierto que cerca de casa había comercio: un mercado estupendo y una tienda que abría los domingos, “Gerardo”, que de cara, carísima, pero tenían paté Bolado, mejor que cualquiera de Mallorca, con perdón, la mejor tienda de todas era “El Manolín”. No sé si se llamaba así, creo que se llamaba Manolo el dueño. Todo el barrio le conocía por “El Manolín”. El Manolín fue el primer sustituto del vecino, el visionario de los 24 horas, un fenómeno. En el Manolín había de todo, y si un día llegabas y pedías, por ejemplo, una cajetilla de Chéster sin filtro, por pereza de ir al estanco, o porque había cerrado; era posible que no tuviera, pero no había una segunda vez que acudieras con igual petición y no hubiera hecho acopio de un par de cajetillas. Tomate frito Hida, el ínclito Bolado, un vino o cerveza curioso, cualquier capricho, el Manolín iba recopilando gustos y costumbres de la gente de la colonia y los vecinos y se convirtió en el salvador de las excentricidades y manías de un barrio entero. A eso añadía el servicio a domicilio. Dejaba la tienda abierta y corría de un lado a otro repartiendo necesidades a personas mayores que no podían bajar a comprar. Llegabas a la tienda, y si no estaba, esperabas. También podías coger lo que necesitaras y, o bien dejar el dinero o llevárselo otro día. Así era el Manolín. Un hombre anónimo que sabía todos nuestros secretos. Hasta que tiraron su casita, hicieron un edificio enorme y nunca más se supo de ese hombre que siempre iba con prisa, solícito y amable. No te lo regalaba, eso no. Era tipo la Boutique del “GRUMETE”, apodo de mi querida cuñi, en Nava, en la plaza de la fuente de los Angelitos. El pan era de oro fino, pero siempre a disposición.

En fin. Hoy en día los vecinos son seres anónimos que uno se encuentra en el portal, pero a no ser que tengas perro, o niños pequeños, es difícil entablar conversación. Ni siquiera del manido tiempo, en estos tiempos de ascensores diminutos unipersonales. Eso sí, si haces una fiesta, ya verás cómo conoces al vecino. Yo a la próxima les invito, a ver qué tal.


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